jueves, 28 de junio de 2007

Erotismo y sociedad

Frente a la limitación de lo erótico es necesario reivindicar una erotización de las ideas, tal y como Marcuse escribe en Triebstruktur und Zivilisation.
Lo erótico, todo lo relacionado con el amor, se ve limitado a lo que hoy se puede ver por todas partes como la mercancía de lo erótico. Esta mercancía consiste en identificar lo erótico con unos ciertos objetos que pueden ser comprados, esto que, con una serie de objetos que se sitúan dentro del mercado de bienes que se pueden comprar y vender. Estos objetos, tales como las películas eróticas, las imágenes de personajes famosos que encarnan lo erótico, producen la idea de que lo erótico, lo que está relacionado con el amor, en sus múltiples variantes, es algo que está lejos del individuo y que la única forma de acceder a ello es a través de la adquisición de la mercancía. Por tanto, la mercancía está revestida de una promesa de felicidad, en este caso de felicidad erótica, por la que la mercancía satisfacerá el deseo de lo erótico que impulsa a buscar los objetos de su satisfacción.
La reducción de lo erótico a un objeto no es casual. Sólo de esta forma opera la sociedad capitalista en su búsqueda de beneficio: sólo en la cosificación del deseo se convierte ese mismo deseo en un objeto del beneficio. Este hecho revela una tendencia, o un hecho completamente instalado, aunque no profundamente consciente, por la que todo deseo humano acaba siendo integrado en la sociedad en la que aparece a través de su cosificación en objeto de consumo. Aquel que desea algo está dispuesto a pagar para satisfacer ese deseo.
En sociedades anteriores a las capitalistas, dichos deseo se satisfacían con actos vitales, experienciales, en los que el deseo nunca acababa por convertirse en objeto material. La experiencia religiosa del éxtasis, la búsqueda de la sabiduría, que ya en Platón se concibe como un acto de “amor a la sabiduría” (Fillebo?) son algunos de los modos en los que lo erótico ha pasado a jugar un papel importante dentro de las sociedades.
Al convertirse el deseo erótico en objeto de consumo, el deseo acaba por limitarse, empobrecerse. La experiencia vital, más o menos mítica, más o menos real, se circunscribe ahora a la acción empobrecida de la elección de productos en un supermercado, o mejor, en la ciudad convertida en supermercado de pseudo satisfacción de deseos. La pobreza de la experiencia aparece entonces como la contrapartida de la supuesta mayor facilidad contemporánea de satisfacción de deseos.
A la vez, se revela el triunfo del materialismo burdo que domina en las esferas de poder sociales. Este materialismo, lejos de ser una doctrina de la naturaleza como en Marx, es una doctrina de conocimiento, que va paralela con la simplificación social en todas las esferas: sólo existe aquello que se convierte en objeto tangible. Con ello, muere la capacidad de abstracción, de trascendencia en sentido kantiano, esto es, la capacidad para situarse en un plano más general con respecto a lo real, sólo como un modo de explicación de sí mismo (de lo real). Erotizar una idea significa relacionarla con el deseo de amor que anida como deseo en los individuos. Esta idea presupone demasiado, empezando por la idea freudiana de un instinto de Eros y otro de Tánatos, desde los que se podría explicar la historia de la cultura. La cuestión de la erotización de las ideas habría de dar cuenta de la crisis del psicoanálisis como explicación convincente de la psique.

sábado, 23 de junio de 2007

Solidaridad y alienación

La inserción en un reparto determinado de papeles sociales incluye la igualdad en los privilegios de dichos papeles. Aquel que, pudiendo colocarse fuera de la miseria colectiva, puede hacerlo, despierta la acusación de no integrarse en el sistema mismo. Pero este veredicto ya revela que dicho reparto de papeles se conecta con una cierta miseria vital por parte de aquellos que se ven divididos. No basta con pensar en la falta de privilegios, o pseudo-privilegios, a los que no accede aquel que se sitúa lo más lejos posible de esta organización social: dichos privilegios están situados absolutamente en el inconsciente colectivo, si es que tal cosa todavía existe.
La unidad de la organización social no es la solidaridad, falso elemento en el que quiere basarse la autoconciencia de nuestra época. La extrañación multiplicada a todos los espacios y todos los tiempos hace las veces de cohesionador social. Vemos en nuestro semejante a aquel que sufre la miseria como nosotros. Los lamentos, más o menos amortiguados por la somnolencia del consumo masivo de mercancías inútiles, revelan la falta absoluta de vivir una existencia que se experimenta como impuesta.
La necesidad de la autoconservación y supervivencia constantes garantizan la falta de reflexión al respecto: muere la perspectiva que engloba al todo en el juicio. El ciudadano, figura rey sólo durante las campañas electorales, está ya muerto desde hace tiempo, porque no puede cumplir ningún papel porque no quiere cumplirlo. Ello hace del auto discurso de legitimación del propio ordenamiento social una declaración de buenas intenciones, cuando no un intento de limpiar la mala conciencia de una mentira aceptada por todos.
La sociedad actual parece ser frágil y robusta por partes iguales. Su fragilidad radica en su límite constante de aceptación del incremento de la miseria en sus vidas; su parte robusta, en que ese límite parece quedar siempre a la misma distancia.
La necesidad revolucionaria nunca tuvo que ser la necesidad de la creación de un Estado, porque ello equivaldría a dejar igualmente lejos de los individuos la necesidad de transformación de la vida cotidiana. La distancia que intenta vencerse es la distancia de la representación. La necesidad revolucionaria quiere vencer esa distancia porque concibe al individuo no como un actor de sí mismo casual, sino principal.

Toda revolución que no venza esta distancia no hará más que convertirse en una parodia de sí misma.

sábado, 9 de junio de 2007

Crisis de la representatividad

En el estadio actual de desarrollo del sistema político de las democracias ricas occidentales, la creación de nuevos dioses está a la orden del día. La sucesiva entrega de poder a un sector mínimo de la población, la llamada clase política, ha degenerado en el completo poder de aquellos que representan sobre los representados. El monstruo se ha vuelto contra su creador.
Pero, en el acto mismo en el que se acepta la representatividad como el mejor de los sistemas posibles, o el menos malo, ya se empieza a fraguar el proceso. A cada cesión de lo democrático, la representatividad se convierte en representatividad del desentendimiento de lo político. A cada cesión, la representación va muriendo para nacer una gestión de un poder más totalitario, esto es, cada vez más consciente de su infinita sabiduría con respecto a la población.
Al eliminar cualquier mecanismo de control, el poder político aumenta su componente fascista, hasta resultar demasiado parecido a él.
Si el fascismo es un modo de gobierno caracterizado por las medidas de excepción, y el autoritarismo más exacerbado, la comparación con cualquier democracia moderna resulta sonrojante. Por lo que se ve, el elemento fascista no se relaciona con el modo en el que dicho elemento se hace con el poder. Cuando el fascismo ha demostrado que la propaganda es lo único que necesita un poder político para su perpetuación, en ese caso toda la propaganda que se usan en las democracias occidentales conectan ambos períodos del desarrollo del poder político. El voto que pone a un fascista en el poder no convierte a ese poder en menos fascista.
Cuando el fascismo se usa como fantasma, como la amenaza ante la cual cualquier gobierno representativo parece estar ya justificado por sí mismo, se olvida la sospechosa semejanza entre muchas tendencias parecidas entre uno y otro. Al no haberse eliminado completamente el elemento fascista de los sistemas políticos occidentales, sus tics deben ser ocultados bajo horas y horas de propaganda.
Así, se revela hoy el relativismo absoluto del poder político, puesto que no queda nada que no pueda presentarse de una forma amable y que, a la vez, oculte la aniquilación sistemática de la libertad.