3. La contrarrevolución.
La polinización de los antagonismos contraculturales y anticoloniales sobre el campo global provocó a nivel mundial lo que los “científicos sociales” llamaron en los setenta “la crisis de gobernabilidad”, o como la llamaría alarmado Samuel Huntington en el 1973 en un informe para la Comisión Trilateral: “el exceso de democracia”. La respuesta fue un movimiento de huída, recuperación y ofensiva hacia el neoliberalismo y el capitalismo cognitivo, en el cual cobraba especial importancia el trabajo inmaterial y los flujos desterritorializados de capital financiero global. Al mismo tiempo perdían poder el estado y las organizaciones obreras.
Para aplastar el levantamiento antagonista se recurrió a la represión física (especialmente en el 1977 italiano), al aumento salarial y también a la movilización de la población reaccionaria (como hizo De Gaulle en Francia). Se recurrió a la cultura del miedo reconstituyendo un deseo cancerígeno (preso del pánico) por medio de la subjetivización a través de la “amenaza comunista” (especialmente en EEUU, pero no sólo allí) y también mediante la subjetivización en la estética y los mundos producidos por el espectáculo. De la sociedad disciplinaria se pasó a la sociedad de control.
A pesar de la represión y los modos de subjetivización, si no fuese por toda esa enorme masa de ciudadanos a los que les irritaba la contracultura y la izquierda, el movimiento no se habría podido parar. Pero una vez movilizada la población reactiva, tras la desarticulación de los movimientos, los gobiernos y las empresas se encontraron con otro problema nada despreciable, por lo demás imposible de eludir: la radical transformación de la subjetividad, cultural y deseante, no afectaba solamente a los sectores insurgentes sino a capas sociales mucho más amplias. El cuestionamiento de las viejas instituciones disciplinarias y normalizadoras era algo mucho más general: desde la fábrica a la sexualidad, desde la familia a la escuela y el estado. La respuesta a esta subjetividad suave, flexible, creativa, anti-laborista, hedonista e indisciplinada fue el neoliberalismo y el capitalismo cognitivo. Fue una innovación reactiva o más bien una rufianización, como prefiere llamarla Suely Rolnik. Esta rufianización captaba e instrumentalizaba lo que inventaron las subjetividades en los sesenta y setenta, innovaciones que, como decíamos, ya venían de atrás, desde los dadá y los surrealistas e incluso antes. El capitalismo cognitivo instrumentalizó sus formas de vida, deseos, creencias e ideas. El trabajo intermitente y flexible pasó de ser una línea de fuga contra el fordismo a convertirse, en el postfordismo neoliberal, en un mecanismo de control sobre la psique y el cuerpo; se metamorfoseó en precariedad. La innovación artística fue capturada y vendida como pop art, como en la obra de Andy Warhol. Frente aquello que los dispositivos capitalistas ya no tenían capacidad de combatir porque poseía mayor poder de seducción que el propio capitalismo, tal fue el caso del feminismo y puede llegar a serlo del movimiento gay hoy, la cultura hegemónica terminó por ceder pero institucionalizándolo y desarmándolo de sus deseos más revolucionarios. La maquinaria de la Sociedad del Espectáculo caminaba arrasando las singularidades formadas desde “abajo”, y creaba mundos perceptivos con forma maniaco-depresiva: por un lado la disciplina del terror-odio (al comunismo, al Islam, al terrorismo en general, al paro o no renovar el contrato); por el otro lado, creaba mundos apoteósicos, simulaciones publicitarias de una sociedad de “consumidores felices”, vidas excitantes, exuberantes o elegantes, dinámicas o misteriosas y sensuales inscritas como cuerpo simbólico-deseante sobre los productos y sus marcas.
Las tecnologías de la gobernabilidad (desde la precariedad laboral a la Sociedad-Espectáculo, pasando por la cultura del terror) recrearon el mundo. Pero muy al contrario de lo que parecía deducirse de los análisis frankfurtianos y situacionistas, los dispositivos materiales y culturales capitalísticos no pudieron ni pueden recrearlo a su antojo ni a su imagen y semejanza. De la misma manera que la reestructuración neoliberal y cognitiva del capital fue el resultado de la crisis provocada por las transformaciones subjetivas de la multitud, que le obligó a reinventarse y le delimitó los límites de su movimiento de respuesta posible, con la producción del espectáculo pasa lo mismo. De hecho, el capitalismo espectacular se fue forjando a través de todos los cambios operados en las décadas anteriores a su irrupción. Al margen de las cuestiones tecnológicas, la industria pornográfica no podía haberse extendido si no fuese por el continuo minado de la moral victoriana (creció a la par que ésta implosionaba); por mucho que las tecnologías de la comunicación progresasen, la industria musical no se hubiese revolucionado en los sesenta si no fuese por la invención de la juventud, que ha su vez no sería nada sin las fugas producidas en las décadas anteriores (especialmente con las músicas negras) y que finalmente dio lugar al rock y luego al pop, el punk, etc. Pensar las innovaciones culturales, económicas o tecnológicas como algo reducido a la productividad de las elites es mistificarlas por endiosamiento. El funcionamiento del capital bien pudiera ser a la inversa, es decir, producir a través de la captura de la cooperación de cerebros que se da en su afuera, reempaquetando y resignificando lo que vende a aquellos mismos que inspiran y hacen posible lo que compran. Este reempaquetaje y esta resignificación es la función más íntima del marketing y por eso existen los estudios de opinión y de mercado: necesitan que la multitud hable, sino estarían ciegos y sordos y les resultaría muy difícil vender algo.
La captura y reempaquetación del devenir contracultural, la nueva ofensiva capitalista tuvo funestas consecuencias. Las distintas luchas sociales que se han sucedido desde entonces ponen de relieve el malestar que en cada uno de los aspectos de la vida y los territorios provoca esta nueva ofensiva. La emergencia del Movimiento de Seattle las puso todas de manifiesto, todas a la vez y a un tiempo en el mundo entero. Sin embargo, no sólo han sido negativas las consecuencias de estos procesos de desterritorialización antagonista, captura y reterritorialización capitalista. El efecto más llamativo de estas fugas y reempaquetaciones del mundo, geopolíticamente hablando, fue la crisis en la que sumieron a las dictaduras. Una por una fueron cayendo, tanto si se trataban de regímenes derechistas (los coroneles griegos, Pinochet, Franco, Portugal, Argentina) como izquierdistas (a partir del 1989). En otras zonas, en cambio, el “fascismo” avanzó. Si el gusto por la diversidad transcultural y la ética anti-imperialista hubiese triunfado totalmente, si no se hubiese producido la contrarrevolución neocon, es muy posible que el integrismo capitalístico-cristiano y sus prácticas sanguinarias no hubiesen provocado la fundamentalización islámica de otras regiones. Aún así, si no fuese por la transformación operada en los cerebros la situación del actual Estado de Excepción Global sería mucho más crítica. Las subjetividades suaves, amantes de la diferencia y pacifistas son hoy la primera línea del frente contra la barbarie bélica de los nuevos cruzados: en el 2003 ellas, en su devenir global, movilizaron a un tiempo a millones de personas contra sus gobiernos o los otros gobiernos occidentales que comandaban la carnicería en Irak.
No pocos obreristas consideran que tal mutación de la composición antagonista fue una verdadera catástrofe, pues liquidó las “verdaderas” formas de lucha revolucionarias (es decir, proletarias) y con ellas las garantías sociales que había logrado. Según este tipo de interpretaciones, sería por culpa de la contracultura que lo que se conquistó con el wellfare state se perdió en el nuevo workfare world. Los izquierdistas, sociólogos y politólogos anclados en las viejas formas dialécticas y políticas clásicas no son capaces de comprender las nuevas formas de conflicto, de igual modo que no se dan cuenta de que lo que realmente acabó con el obrerismo no fue ninguna antitesis externa sino la propia fuerza de la diferenciación inmanente: fueron los propios obreros los que implosionaron el obrerismo. El obrerismo desearía que la gente fuese por siempre proletaria, al menos hasta el momento de la llegada de la revolución social. Lo desea pues sin esta condición no se puede cumplir su programa: la revolución proletaria a través de la agudización de las contradicciones económicas. Sin embargo, el propio movimiento obrero, con las conquistas que consiguió (ya fuese directamente a través de reformas o indirectamente a través de la presión de las tétricas “revoluciones victoriosas”), fue él mismo quien se liquidó en tanto proletariado, cumpliendo el sueño marxista en el mundo capitalista del funcionariado wellfare.
La liquidación y crisis del obrerismo fue provocada por él mismo, desde dentro. La emergencia contracultural lo que hizo fue librarse de un plumazo de ese caparazón pútrido, asestarle el golpe de gracia a un organismo irremediablemente moribundo. Estos revolucionarios no acabaron con el wellfare state, aunque cierto es que tal formación fordista no la querían para nada, sino que combatieron creando nuevas posibilidades, transmutando la subjetividad en vectores radicalmente revolucionarios y todavía no explosionados. Como decimos, si no hubiese sido por ellos las décadas que los siguieron hubiesen sido mucho más intolerables. También han creado posibilidades para nuevos combates, un potencial revolucionario nada despreciable.
El devenir capitalista de los últimos dos siglos ha creado una eco-crisis suicida, cuando no apocalíptica, pero la generalización de la subjetividad-verde (más que marginal hasta los años 1970) significa un rayo de esperanza, si es que conseguimos revolucionarla y agenciarla con el resto de las fugas. Sin una subjetividad-verde, que duda cabe, la especie humana estaría irremediablemente condenada a una extinción prematura. Las luchas de las mujeres, de los gay y queer han conseguido visualizar la sexualidad y el género como vectores en los que se cristaliza la dominación, territorios de lucha tan importantes como cualquier otro. El devenir migrante global nos recuerda que sigue existiendo un colonialismo en esta era postcolonial y vuelve a poner en crisis la gobernabilidad del estado-nación y su exclusión fronteriza. El radical rechazo de la ética del trabajo (el trabajo como dignidad, como valor en sí mismo) y la revalorización del placer (desestigmatizándolo) posibilita transformaciones en la vida y contra los principios burgueses de la Economía Política mucho más revolucionarias que las que se podían haber logrado a partir de las enunciaciones del viejo obrerismo en sus “años gloriosos”. Éste, en el plano ético-vital, no era sino una imagen-espejo del puritanismo burgués (igual de ascético, panóptico, disciplinario y productivista).
Más allá de los pesim-ismos claudicantes y de los hundimientos en tierra cual avestruz (“nada nuevo bajo el sol, yo sigo como siempre con la verdad”), lo importante es seguir de cerca el fluir de los cambios y beber de sus emanaciones; discernir las posibilidades y “las oportunidades no realizadas que duermen bajo los pliegues del presente”, sin nostalgia del mundo obrerista desvanecido y combatiendo no ya al viejo enemigo sino al nuevo. Si el post-anarquismo ha de ser algo, ha de ser una política de la experimentación que nunca se deje atrapar en las “verdades” ni en las formas acabadas. De ninguna otra manera se puede ser revolucionario. ¿Acaso hay un fin de trayecto en el itinerario de la caravana revolucionaria? Ninguna parada tiene por nombre “revolución”, pues la revolución es precisamente lo contrario a cualquier parada.
4. Dentro de la bestia.
Para poder seguir la variabilidad de lo humano y sus posibilidades, para abrazar la diferencia y las políticas de la experimentación, el anarquismo debe librarse del lastre decimonónico que en buena medida aún pesa sobre él, tanto en los sectores obreristas como en aquellos, por llamarlos de alguna manera, autónomos.
Si una de las grandes corrientes socialistas fue revolucionaria para sus tiempos, en el momento de la 1ª Internacional, esa fue la anarquista. El comunismo marxista, que con bastante fidelidad implementó en Rusia Lenin, era la perfecta imagen exagerada del primer capitalismo industrial; en concreto, del capitalismo de guerra alemán de cuyos trust estaba Lenin enamorado. El panopticismo bolchevique, su arte monumental, sobrio e industrial, su culto stajanovista a la ética del trabajo fueron la exageración del mundo contra el que se debiera alzar. Lo cierto es que tanto el marxismo como el anarquismo obrerista estaban dentro de la familia de enunciados que la burguesía industrial había creado como su propia marca identitaria a finales del siglo XVIII y principios del XIX, diferenciándose de las doctrinas económicas de los mercantilistas y los fisiócratas. En efecto, el concepto de clase fue una innovación axial de las doctrinas burguesas, de hecho una pieza axial de su discurso; con tal concepto se diferenciaba de la aristocracia. En general, el socialismo más que una revolución teórica fue una reforma de las doctrinas burguesas. Como el propio Marx admitía en sus escritos del 1844, de lo que se trataba era de tomar todos los conceptos burgueses, aceptar su lógica y llevarla a su última consecuencia. Si la Economía Política, al menos desde Ricardo, interpretaba lo que conceptualizaba como “trabajo productivo” como el fundamento de todo valor y si además ésta quería agenciarse con la idea ilustrada de justicia, en tanto matematización moral, la última consecuencia del pensamiento de la Economía Política, decía Marx, debía ser el reintegro de la plusvalía (un concepto de Sismondi) a la clase trabajadora, al proletariado (otro concepto de Sismondi). El socialismo en lugar de crear nuevos mundos perceptivos se limitaba a redireccionarlos, conservando sus valores y su moral. Esta era una de las razones por las que Nietzsche concluía que los socialismos (marxista y anarquista) eran resentimientos: un re-sentimiento de las ideas y valores del amo.
En lugar de entender la vida en su conjunto como instancia productiva y el concepto de trabajo como una captura de la misma, el socialismo se limitaba a reproducir la lógica económica y la universalizaba: el materialismo histórico no es otra cosa que el arte de subsumir el pasado y toda la posibilidad futura en su presente burgués, interpretando la historia como una dialéctica de la economía y silenciando la multiplicidad y la diferencia bajo el manto del positivismo del cual no podía escaparse (“siempre hubo trabajo, siempre producción, siempre medios de producción”, aunque nadie hubiese pensado ni organizado su sociedad en estos términos antes). En la metafísica de Marx y Engels, la interpretación que la burguesía había elaborado se convertía en idea universal y también en la determinante del resto de los deseos y códigos (determinismo económico; determinación por la infraestructura). De esta manera, los socialismos no podían devenir en una crítica total ni siquiera a través de su concepto de explotación pues la plusvalía no es sino una parte pequeña de ésta; si la “explotación” tiene sentido lo tiene como forma de captura extra-económica. Lo que explota el capitalismo no es sólo la plusvalía del “trabajo” sino la creatividad de la vida en su conjunto. Si la explotación tiene sentido lo tiene entendida como bioexplotación; bio en tanto que referida a la totalidad de la vida y no sólo a la parcelación económica y extraeconómica en tanto que referida no ya a los valores de uso/cambio sino a su fundamento, materia y expresión, esto es, el deseo.
Tan sólo unos pocos pudieron crear mundos políticos fuera del Zeitgest burgués; hasta cierto punto tal fue el caso de excéntricos como Stirner o Fourier. Ahora bien, aún así, aún sin poder escapar de los enunciados de la Economía Política, el anarquismo consiguió desarrollar una crítica parcialmente revolucionaria al radicalizar ciertos principios ilustrados (como el de la igualdad y la democracia) y al rechazar de manera radical otros (como el concepto de soberanía). Sus rechazos e innovaciones consecuentes, agenciados, dieron lugar a una singularidad política. Su rechazo a la soberanía como forma de gobernanza, su rechazo a la forma/estado, a la política representativa, a no pocas formas de autoritarismo y dominación formaron un nuevo terreno discursivo que, además, felizmente se imbricó con lecturas de la historia más abiertas que las de la teleología marxista, al estudiar la historia también desde “abajo” y en positivo (el papel en el cambio social del “apoyo mutuo” en Kropotkin, por ejemplo). Este anarquismo, junto con el utopismo que preconizaba la revolución aquí y ahora (especialmente el de Fourier y sus falansterios pasionales) y aquellas otras líneas de fuga proto-ecologistas, feministas y alocados (de Stirner a Nietzsche o entre-siglos Alfred Jarry) fueron la verdadera contracultura de la segunda mitad del XIX. Fueron estos innovadores, que habitualmente entretejieron su diferencia antagonista desde el romanticismo, los que crearon los nuevos mundos posibles y alternativos al mundo capitalista-burgués-puritano-disciplinario. Formaron nuevos universos subjetivos susceptibles de ser imaginados, deseados y materializados.
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