martes, 20 de marzo de 2007

Justificación y tragedia

Sólo la tragedia justifica la no-esencia dialéctica de nuestro ser. En el fondo, sólo nuestra parte más infantil puede proporcionar la esperanza del final feliz. Por eso, la religión católica, como religión del sufrimiento, tiene ese halo infantil. La propia fe es infantil en cuanto que no acepta una justificación anterior a sí misma. La fe es una expresión infantil de la falta de razones para el optimismo y la realización de la posibilidad. La religión, en su ingenuidad, sin embargo, vence precisamente por eso. La irracionalidad de la religión se muestra como necesaria en cuanto que en el terreno de la irracionalidad, todo parece siempre perdido, imposible. La acusación que se levanta contra la utopía es la realización del carácter absoluto del presente. En su esencia como realización del cambio, se muestra como sospechosa. El sistema económico se ve como ganador en sí mismo, dentro de la historia de la humanidad. El rechazo de la utopía es su limpieza ideológica

sábado, 17 de marzo de 2007

Alienación y existencia

El extrañamiento de uno mismo desde la descripción hecha por Hegel, se concibe como un momento en el desarrollo de la conciencia. Este desarrollo está situado en un proceso en el que la alienación se concibe más allá de la teoría política. La alienación, en cuanto momento del proceso de lo Real, se concibe existencialmente como un momento que puede ser absolutizado. Aunque la alienación parece tener sentido sólo desde una conciencia política, su efecto llega al centro de la existencia misma, convirtiéndose el juicio político en juicio existencial. El momento que describe Hegel se convierte hoy en instante eternizado. O, tal vez, sea ese el efecto de un momento del proceso que se coloca por encima de la conciencia temporal del sujeto. La alienación ha dejado de ser un momento de la autoconciencia para convertirse en el presente continuo de la existencia. Pero se plantea su superación teórica, primariamente, dentro de la existencia misma. El problema estriba en cómo concebir la superación del extrañamiento de sí cuando éste se sitúa en el centro de la existencia misma. Una transformación simple de la parte teórica de ésta cuestión implicaría una diferenciación con respecto a la existencia misma. Al situarse en el centro mismo, su superación parece casi imposible de concebir. Todo análisis existencial es descriptivo. ¿Cómo suponer una existencia, otra, más allá de la categoría de alienación, cuando ésta se sitúa en el centro mismo del existir? Este parece ser el fundamento existencial del conservadurismo. La sospecha terrible que no ha sido formulada, todavía, es ésta: la alienación puede ser un momento absolutamente necesario del propio vivir. De hecho, si el proyecto histórico de la humanidad ha tendido siempre a la realización de ideales, es debido a que ya partía de lo Real como momento negativo de lo ideal. Hasta los proyectos políticos que liquidan la libertad, lo hacen creyendo preservar la libertad misma. La aniquilación de la alienación como momento penoso del existir ha sido siempre proyecto. Pero en la conciencia de la progresía mundial nunca se ha partido de la conciencia de la alienación como la base misma del proyecto. Aunque Marx ha historizado el momento de extrañación, y, por lo tanto, lo ha hecho revocable, no ha conseguido generalizarlo prácticamente. Ese no era su cometido en cuanto teórico del socialismo. La sospecha de que la historización no sea suficiente para su superación, es legítima. Si el proyecto se ha de dar en términos de unión entre sujeto y objeto, en ese caso, se da importancia a los términos de propiedad: el sujeto ha de reconocerse en su objeto. Queda por aclarar en qué se concreta la identificación de sujeto y objeto. Incluso cabe hoy preguntarse si es posible seguir manteniendo dicha distinción, y más allá, dicho proyecto. Aunque la alienación se haya historizado, eso no significa que su solución se haya historizado también. La historia emula al Ser al convertirse en totalitaria, y asfixiar el momento de su proceso y reducirlo al instante de su dominio. La posibilidad teórica del triunfo sobre la enajenación, generalizada a diversos ámbitos, muere cuando la historia se convierte en totalitaria y se coagula en el instante que proclama su fin como coartada. La historia se concentra hasta el punto de aniquilarse a sí misma, y, con ella, a lo que se incluye en ella.

miércoles, 14 de marzo de 2007

Urbanismo y recuperación del espacio

Si la crítica a la industria del ocio se relaciona directamente con la crítica de la gestión y apropiación del tiempo, la crítica del espacio incumbe, también, la crítica de la ciudad. Es la ciudad el modelo social de vida en común, el modo en el que nace la propia idea de comunidad en sentido moderno. La ciudad nació sólo como la necesidad de acercar a los trabajadores a su puesto de trabajo. Allí donde está la economía en desarrollo, ya comienza el proyecto de ciudad. La ligadura entre lo económico y lo urbano es totalmente dependiente. Por ello, el espacio de la ciudad es el lugar en el que el individuo trabaja, fundamentalmente. Aquello que se sitúa entre su puesto de trabajo y su vivienda es accesorio para él, en cuanto que es el trabajo el motivo principal de vivir en esa ciudad y no otra. Que en el centro de lo social se sitúe el trabajo asalariado implica automáticamente la concepción paralela de la gestión del espacio necesario a su servicio. La ciudad no se ha hecho para la vida, es decir, para la realización del propio individuo, sino para el trabajo asalariado que no realiza, sino esclaviza. En la sociedad de la administración total, parece que nada ocurre por casualidad. Los elementos de una ciudad, como calles, edificios, plazas, parques, etc, se distribuyen de una forma planificada. Dicha planificación responde a lo que necesita el trabajador asalariado, como figura social general, para poder concentrarse principalmente en su cometido. El parque es el lugar en el que, en su tiempo libre, pueda el trabajador disfrutar de su familia. Pero como el trabajador no es completo en su tiempo libre si no consume, se sitúan restaurantes, tiendas, etc, en dichos parques. Así la actividad podrá satisfacer de modo completo. Las calles serán más estrechas en cuanto el suelo que se necesite para vivienda sea más escaso, y, por tanto, más deseado. Además, el lugar por el que el trabajador camina se va reduciendo paulatinamente para dar prioridad a los modos de transporte que sean más rápidos, empezando por los coches. Sólo con las nuevas zonas peatonales, el peatón se convierte en el rey, pero con una trampa: las zonas peatonales coinciden con las zonas de mayor actividad comercial. El peatón sólo cobra importancia cuando se convierte en consumidor.

Todo apunta a que la calle, la ciudad entera, deja el espacio mínimo, cada vez más mínimo, a la actividad de tiempo libre del trabajador. Una calle sin actividad comercial está muerta sólo desde la perspectiva de que la vida se realiza, en todo o en parte, a través del consumo. Es también de destacar el proceso de mercantilización de los servicios básicos que una ciudad debería ofrecer. Hoy el caso más flagrante en el Estado español es el de la vivienda. Cada vez más el derecho a la vivienda digna se convierte en el delito de reclamarlo. No es el aumento poblacional la causa de la falta de vivienda. Sólo desde la lógica que ve el suelo, sea urbanizable o no, el nuevo negocio privilegiado, es posible entender la crisis de la obtención o realización de un derecho, cuya solución pasaría por borrar de un plumazo la urgencia que obliga a cada cual a sacar beneficio, incluso, de las piedras mismas

lunes, 12 de marzo de 2007

Propaganda y muerte de la palabra

Hoy el triunfo de la propaganda es el triunfo de la mentira generalizada. En el ámbito público, o el espacio de control que se denomina de ésta forma, se da la lucha por instaurar la mentira más generalizada. En las estrategias de poder, nada queda por guardarse. Aunque la mentira es el ámbito general, es su lucha contraria la que prevalece. En ese mismo ámbito, hace tiempo que cualquier palabra neutra murió. No es la propaganda un gesto exclusivo de los fascismos: cuando la propaganda se instala de modo definitivo, es el sistema mismo el que se deslegitima por comparación. La representación política aleja la experiencia de la vergüenza generalizada de la muerte de la palabra. Ante su cadáver, cabe preguntarse si alguna vez pudo estar viva. Incluso reclamar la palabra resulta, hoy, no solo un acto ingenuo, sino un acto de profunda ignorancia. Para que la palabra pueda darse, es necesario que quiera darse. Pero cuando se elimina la posibilidad del error, se destruyen todas las ingenuidades. El poder no se reparte sólo con un gesto puntual. Allí donde se cree estar decidiendo, lo que se hace es confirmar. El que el poder político lleve un signo u otro no elimina el hecho de que la propaganda sea la máxima autoridad en el medio público. El poder se defiende siempre con propaganda: ningún poder puede permitir algún resquicio de falibilidad. Cuando lo haga, dejará de ser fiel a su ontología.

La propaganda genera propaganda. Con ello, muere la posibilidad del entendimiento. El Otro está para destruirlo, no para abrirse a él. Incluso, el Otro ya no se concibe ni como posible. El razonamiento se convierte en ejemplo de lo simple, porque la complejidad del pensar no puede convertirse en propaganda. Toda propaganda ha de ser espectacular en cuanto ha de ser totalitaria. La propaganda ya presupone aquello que debería querer conseguir: el convencimiento. Siempre se podrá encontrar un punto ínfimo de lo Real a lo que agarrarse, aunque proceda del cubo de la basura. A la vez, toda propaganda se basa en la negación de alguna parte de lo Real: en eso se basa su propia naturaleza.

Pero un fenómeno como éste no es exclusivo del presente: allí donde existe un poder seguro de sí, la negación de lo Real aparece como necesaria a ojos de lo Real. Es por ello que resultan desmentidas las promesas en las que se legitima el poder que se actualiza a cada momento. Da miedo pensar si puede existir algo que haga cambiar el curso completo de la historia de la propaganda, y el precio que tendremos que pagar por ello. No se le pueden culpar a los actores políticos circunstanciales de turno, en tanto que hacen lo que deben: mantener el poder bajo cualquier precio, sea el que sea. Lo contrario sería convertirse en un estúpido que no ha comprendido lo que necesita el poder para su mantenimiento.

En la guerra cruzada, se sitúa el sujeto más manipulable: la masa. Basta el mínimo gesto, para que la masa reaccione de la manera esperada. El funcionamiento del mecanismo de creación de la masa supone aquello que hará de la masa lo que es: la propaganda misma. En lo anónimo de las mareas humanas, no se da la comunicación, sino que se oye aquello que ya se ha dicho. Las masas son orgías de la mentira, en la que el pensar y sus atributos chocan contra la urgencia de la movilización. Con el nacimiento de la masa, muere toda posibilidad de diálogo.

Pero lo ingenuo hoy es pensar que alguien quiere mantener dicho diálogo.

sábado, 10 de marzo de 2007

Tiempo, angustia y tragedia

La conciencia de la vida, de lo vital, como un momento presente antes del límite infinito de la muerte, implica un acto de desesperación en el que el pasado se convierte en acercamiento al futuro a través de su destrucción. La conciencia del tiempo, recordada a cada instante desde el culto social, refuerza la aparición y dominación de la tragedia. Pero sólo el empirismo burdo en el que lo trágico se hace acto, puede despertar una conciencia cuando, tal vez, ya sea demasiado tarde. La aparición cotidiana del tiempo remite a una experiencia de infinitud productiva. El tiempo presente está arrebatado por una ilusión, por la que el tiempo presente ha de entregarse en un gesto ilimitado, siendo éste gesto algo naturalizado.

En el espejismo de la relación presente que establecemos con el medio, se pierde el momento del límite. Pero ésta perdida es necesaria sólo históricamente. Para afirmar la vida, es necesario afirmar la muerte. La falta de experiencia con la muerte es la falta de experiencia del límite. En ese límite, se concibe la inutilidad de lo pasado como una entrega vital total. Con la conciencia del límite, aparece la conciencia de la esclavitud. La vida que se entrega, inconsciente, a su regalo propio continuo, acaba por arrepentirse en el momento que resulta decisivo. La experiencia del límite lo cambia absolutamente todo. La fundamentación de aquella vida que tiene conciencia de sí pasa por su negación como ilimitada. En un conjunto de espejismos, se reproduce el engaño que acepta su destino con resignación. El triunfo de una tautología social, es una hipostasiación de una verdad vital, la que acepta la miseria como un continuo ilimitado. La sorpresa de esto está en preguntarse cómo el espanto no nace de la miseria prolongada. Toda filosofía existencialista es filosofía social, por cuanto toda comunidad lleva escondida dentro de sí el signo del espanto. Aparece ahora la necesidad de la redención entre lo burdo y lo sublime, lo cotidiano y lo universal. El marxismo es un existencialismo; el existencialismo es un marxismo. Lo que queda de humano en todo esto hay que buscarlo entre el cubo de basura del tiempo indefinido hecho tirano como ordenación social. Lo burdo tiene hoy más razón de ser que lo sublime, por cuanto que lo primero lleva en la frente el signo del triunfo. Sólo en la negación absoluta del existir, es posible afirmar la potencialidad infinita del vivir. El tiempo nietzscheano no ha llegado en cuanto que ésta vida no merece volver a ser vivida. Toda gran filosofía no es más que un modo sublime de consuelo ante el momento principal, ante el que nada puede hacerse: el momento de la muerte. La vida que no se ve sola en la conciencia trágica, la libera a ésta de su autoculpabilidad. El sufrimiento compartido da sentido y generalidad objetiva al sufrimiento, lo que le da algún tipo de utilidad. Es por ello por lo que el sufrimiento que busca la venganza como compensación busca la justificación de su sentido. La sanción moral de un hecho, que produce dolor de alguna forma, busca la restitución igual de ese dolor. El dolor busca recompensarse por su igual, no por una sanción racional. De igual modo, la tragedia se busca a sí misma, como una forma de salir de su propia locura y desesperación. La tragedia que se instala es ya una forma de dotar de sentido a lo Real, a través de su juicio sancionador. La tragedia enjuicia lo Real como lo negativo hecho dominación.

miércoles, 7 de marzo de 2007

Tiempo revolucionario y tiempo cotidiano

La perspectiva de la vida cotidiana en Lefebvre no pretende eliminar la necesidad revolucionaria, sino situarla en otro tiempo. La necesidad revolucionaria se expresa, de éste modo, en la realización del momento revolucionario en cada momento, dilatando la posibilidad de su realización. la espontaneidad es posible en cada instante, rompiendo con la necesidad de esperar a las condiciones objetivas de realización de la revolución. La necesidad de esperar a las condiciones maduras de realización de la revolución se ve rebatida por la necesidad, y la posibilidad, de dilatar la revolución para cada momento singular de la propia vida. El cuerpo ya no tiene que esperar a la dirección del partido en la realización de la revolución, sino que ésta tiene que ser desplegada en toda la vida cotidiana. En Marx, las condiciones económicas de la sociedad existente hacen del momento revolucionario la expresión de la incapacidad para aguantar más injusticia. Pero en Lefebvre, la injusticia parece negarse de modo absoluto. La propia existencia se valora de tal modo absoluto que se niega la necesidad de opresión alguna. El momento revolucionario no surge ya de un momento dialéctico, sino que se afirma en sí mismo. La concentración explosiva de toda revolución se convierte en la explosión prolongada de la afirmación continua y absoluta de la vida. Se rompe la necesidad dialéctica en cuanto que la consecución del momento revolucionario se consigue sólo a través de la afirmación de sí misma. Aquella necesidad dialéctica se transformaba en necesidad del capitalismo, como momento desde el que sólo podía surgir, como negación suya, la sociedad sin clases. La importancia del tiempo dentro de la cuestión revolucionaria, se refleja también en las dictaduras: toda dictadura es una suspensión del tiempo. En esto, un modo social dictatorial es un modo revolucionario en cuanto ambos suspenden el tiempo porque suspenden la historia. Esta termina cuando se realiza el momento de búsqueda racional. Tanto en la Rusia estalinista como en la Alemania de Hitler, la historia parecía haber llegado a su fin, porque parecía no quedar nada por realizar. Pero todo sistema social participa de forma más o menos pública, de ésta suspensión de la historia como una cuestión de supervivencia. Desde las polis griegas hasta el imperio posmoderno, aceptar el continuo de la historia es aceptar la relatividad de todo sistema social. Aceptar tal presupuesto implica el nihilismo político, inaceptable para los muchos convencidos. El momento revolucionario no deja de ser un tiempo cualitativamente diferente. La búsqueda revolucionaria es la búsqueda del tiempo, su reconquista y aprobación por parte de los revolucionarios. En cuanto ámbito de realización, reconquistar el tiempo es una tarea revolucionaria. El capitalismo ha tenido esto en cuanta desde su propio germen: de ahí procede una parte de su victoria. El estallido revolucionario es una irrupción de un modo diferente de gestionar el tiempo. Sin embargo, cuando el momento revolucionario se hace prolongación indefinida de un tiempo homogéneo, la revolución comienza a convertirse en supervivencia. De ahí que sea necesario entender el momento revolucionario como un proceso indefinido. la concepción marxiana de la revolución, en cuanto reino de dios en la tierra, posee ya el principio teórico de dicho autoritarismo, al concebir el fin de lo humano como fin del tiempo, y suspensión etérea en lo temporal. La conciencia nihilista, como conciencia de la libertad, podría vacunar contra dichas ingenuidades post-ilustrados.

lunes, 5 de marzo de 2007

De la crítica de la economía política a la crítica de la cultura.

Cuando la esfera económica sucumbe a la tendencia social dominante, que no es más que esconder lo relevante, en ese caso, ha de ser la esfera aparente aquella por donde empiece el fundamental desarrollo de la crítica. Este proyecto pretende, además, servir de vacuna contra la tendencia economicista de todo marxismo ortodoxo, puesto que la experiencia histórica ha demostrado que, aún siendo la esfera económica muy importante para el proyecto revolucionario, ésta no es la única que ha de verse afectada por la revolución misma. La revolución que se quede en la acción económica no podrá hacer otra cosa que abrir de nuevo los gulags. El capitalismo ha demostrado que la aparente resolución de la existencia material no garantiza la libertad cultural: antes bien, es condición de su esclavitud. El obrero que sólo tiene garantizada su alienación ve en la esfera de la cultura el lugar de su liberación, el lugar de su distracción. Hoy el análisis de la esfera cultural es el análisis del lugar en el que se muestra la esclavitud, no la posibilidad de la libertad. Es lo cultural lo que se nos aparece como lo más próximo de la sociedad del espectáculo. La sociedad del espectáculo se forma como industria cultural. Es ahí donde se da la preeminencia de la imagen sobre la cosa. La negación interna de la que ella no es consciente, o lo es demasiado, radica en que no vuelve a los individuos más autónomos y libres, sino más esclavos de la industria misma.

Dicha industria parece haber conseguido su triunfo tan espectacular, que toda la esfera económica parece ponerse al servicio de ella. Todas las grandes empresas tienen alguna relación con la cultura. Este es el mayor signo de su concepción como mercancía. No es que la esfera económica ya no opera en importancia, sino que la fuente de la alienación no viene principalmente del entramado fabril, ni de la multinacional disgregada por medio planeta como uno de los efectos benéficos de la globalización. La fuente principal de la alienación viene de la esfera cultural, porque es de ella donde el cuerpo presta su mayor atención justo cuando la esfera económica ya parece concederle una tregua: el trabajo asalariado.

Por otro lado, la esfera cultural pasa por ser el ámbito de liberación de dicho trabajo asalariado cuando, justamente, es el ámbito en el que la alienación se produce de forma más sutil. El paso de la crítica d la economía política al de la esfera cultural sólo es válido en cuanto la explotación de lo económico, e la explotación que se produce dentro del ámbito de la economía, se ha hecho lo suficientemente visible como para que la explotación sistemática no se sólo un asunto público, sino algo de lo que enorgullecerse.

La esfera cultural nunca ha abandonado su halo de esfera de la emancipación, el lugar en el que la humanidad encuentra su lugar sagrado de autoconservación. Pero cuando éste ámbito demuestra ser más mezquino que otros por su retórica absolutamente engañosa, es más necesario que nunca centrarse en su engaño masivo. Denunciar la esfera cultural como el lugar en el que aquello que podíamos denominar, todavía, humano ha sucumbido al dictado de la explotación y la propaganda, es denunciar el fracaso completo de las esperanzas emancipadoras de la humanidad.

La esperanza se encuentra ahora ubicada en las fronteras de lo espectacular, en ese espacio-tiempo en el que la tautología ontológica (el Ser es), se concibe como la expresión de la racionalidad aún por desarrollar. Los caminos por los que divergen los rechazados de la sociedad espectacular son los caminos por los que muere el espectáculo mismo. Tras aquellos sujetos que no pueden servir al espectáculo, se levanta la conciencia de no querer servir al espectáculo mismo. Esas gentes, mayoría en todo el planeta, representa el verdadero coste de la sociedad espectacular: aquel que no aparenta es aquel que no tiene nada. En el acto más satisfactorio para el espectáculo, la propia vida se entrega en las puertas mismas de la sociedad espectacular. Nunca antes en una sociedad hegemónica sus propios vasallos habían disputado por ser, ellos mismos, vasallos.

Es en éste contexto en el que la crítica económica como crítica básica del funcionamiento de lo social aparece insuficiente por estar ya históricamente derrotada. El dominio de la esfera de la cultura, como el barniz humano a la esfera económica, necesita, hoy más que nunca, ser derribado. La denuncia de lo que se esconde tras éste dominio espectacular de lo cultural habrá de suponer el desenmascaramiento de los fundamentos que hacen del actual modo social un proyecto “humano”.