viernes, 16 de noviembre de 2007
Sobre lo penoso de la sensibilidad
La sensibilidad es un lastre fatigoso. Hace cada hecho exacto mucho más insufrible que el anterior. La sensibilidad espera y al final siempre lo real se impone de una forma mucho más penosa. La sensibilidad es el arma con que el cuerpo quiere defenderse, pero no hace más que prolongar el sueño. El ser sin sensibilidad cobra una ventaja interior, en el sentido de no tener ningún tipo de expectativa. No hace falta que espere nada porque nada es posible esperar. La sensibilidad establece una nueva relación con el mundo en cuanto siempre está pendiente de él, lo necesita para sobrevivir. Con ella, estamos pendientes del mundo, de nuestro alrededor, nos abrimos al mundo como si no pudiéramos vivir sin él. Y, ciertamente, desde la sensibilidad, la experiencia es lo que la alimenta. La sensibilidad deforma lo real, porque no ve lo fáctico sino lo posible. Este es el lado conservador de la sensibilidad, que acaba por hacer de la utopía, de la idea en la cosa, un lugar en el que no habitamos. Desde el punto de vista de la conservación nada más funesto que pensarnos seres sublimes cuando no dejamos de recordarnos a cada paso nuestra condición miserable. La sensibilidad se relaciona con el pensar en cuanto que la reflexión no puede ignorar el daño de la sensibilidad. Por eso, el signo de la belleza es el signo de la desesperanza. La belleza no sería necesaria si existiese un sentido que hiciera de la sensibilidad no un modo de construir fantasías sino un modo de disfrutarlas
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