La inserción en un reparto determinado de papeles sociales incluye la igualdad en los privilegios de dichos papeles. Aquel que, pudiendo colocarse fuera de la miseria colectiva, puede hacerlo, despierta la acusación de no integrarse en el sistema mismo. Pero este veredicto ya revela que dicho reparto de papeles se conecta con una cierta miseria vital por parte de aquellos que se ven divididos. No basta con pensar en la falta de privilegios, o pseudo-privilegios, a los que no accede aquel que se sitúa lo más lejos posible de esta organización social: dichos privilegios están situados absolutamente en el inconsciente colectivo, si es que tal cosa todavía existe.
La unidad de la organización social no es la solidaridad, falso elemento en el que quiere basarse la autoconciencia de nuestra época. La extrañación multiplicada a todos los espacios y todos los tiempos hace las veces de cohesionador social. Vemos en nuestro semejante a aquel que sufre la miseria como nosotros. Los lamentos, más o menos amortiguados por la somnolencia del consumo masivo de mercancías inútiles, revelan la falta absoluta de vivir una existencia que se experimenta como impuesta.
La necesidad de la autoconservación y supervivencia constantes garantizan la falta de reflexión al respecto: muere la perspectiva que engloba al todo en el juicio. El ciudadano, figura rey sólo durante las campañas electorales, está ya muerto desde hace tiempo, porque no puede cumplir ningún papel porque no quiere cumplirlo. Ello hace del auto discurso de legitimación del propio ordenamiento social una declaración de buenas intenciones, cuando no un intento de limpiar la mala conciencia de una mentira aceptada por todos.
La sociedad actual parece ser frágil y robusta por partes iguales. Su fragilidad radica en su límite constante de aceptación del incremento de la miseria en sus vidas; su parte robusta, en que ese límite parece quedar siempre a la misma distancia.
La necesidad revolucionaria nunca tuvo que ser la necesidad de la creación de un Estado, porque ello equivaldría a dejar igualmente lejos de los individuos la necesidad de transformación de la vida cotidiana. La distancia que intenta vencerse es la distancia de la representación. La necesidad revolucionaria quiere vencer esa distancia porque concibe al individuo no como un actor de sí mismo casual, sino principal.
Toda revolución que no venza esta distancia no hará más que convertirse en una parodia de sí misma.
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