martes, 24 de julio de 2007

Paz social

Cuando la paz social parece tan sospechosa, la denuncia de lo Real parece más importante que nunca. El signo de la revolución tiene que ser el del movimiento de la vida: sólo aquella vida que desea y se apasiona por ello se inserta sin quererlo en lo revolucionario. No se puede huir de la revolución, porque la realización del deseo apasionado es ya revolución. Ir contra la revolución es ir contra una tendencia vital. Esta tendencia busca siempre saltar en el tiempo, en lo homogéneo, para hacer aparecer lo heterogéneo. Es aquí donde se unen revolución y alteridad. La búsqueda revolucionaria es búsqueda de lo diferente, de lo radicalmente diferente. El gesto levinasiano se iguala al gesto revolucionario en cuanto que se unen en el reconocimiento del deseo y la necesidad de lo Otro.

Pero la necesidad de lo Otro en el comunismo ha acabado por convertir a lo Otro en un mismo, por lo que la necesidad de la alteridad ha acabado por degenerar en dictadura de la igualdad. Aquello que una vez fue la búsqueda de lo Otro deberá concebirse a sí misma, siempre, como una necesidad infinita de lo Otro. En caso contrario, lo Otro acabará por ocupar el lugar del mismo, perdiendo lo que de motor tiene con respecto al cuerpo. La alteridad que se concibe siempre como infinita participa de una conciencia precisa de sí misma en cuanto nihilista: sólo en el espacio no cubierto, que se contrapone al espacio cubierto por el mismo, es posible ejercer la actividad que realiza infinitamente lo Otro. La necesidad del espacio, del lugar, de la esfera, es la necesidad de tener la certeza de hacia dónde se dirige el movimiento. Sin esa conciencia, pero sin el espacio mismo, entendido de un modo de la conciencia, no es posible darle una concreción a la voluntad de realización de la alteridad.

En cuanto alteridad, diferente, el Otro se presenta muchas veces como enemigo, como amenaza. La amenaza lógica del no-ser en el pensar griego lo confirma. Esta amenaza lógica se revela amenaza social, como negación de la identidad propia. Donde se imagina, o efectivamente se da, una amenaza a la identidad propia, el extranjero, el diferente, es la encarnación misma de la imposibilidad lógica. Entender la alteridad es hacerse siempre un poco más Otro, participar de él; no algo muy distinto es lo que Gadamer denomina “fusión de horizontes”, dentro de la acción hermenéutica del comprender. Tan necesario es entonces el diálogo como única forma de hacernos más Otro. El lenguaje no es sólo la casa del Ser, sino la casa de la alteridad, aunque bien es verdad que la alteridad también “es”.