jueves, 29 de noviembre de 2007

Anarquismo postmoderno. Parte III

5. Contranatura. En defensa de la aberración.

El anarquismo posterior, el del primer tercio del siglo XX, fue una galaxia frenética de experimentación constante con las ideas, las formas de vida y las distintas filosofías. El proto-ecologismo encontró en este medio, aunque fuese en sus márgenes (naturistas, naturalistas y salvajistas), un terreno fértil. De la misma manera lo encontraron las distintas filosofías o las políticas del “amor libre”. Empero, la mayoría seguía siendo obrerista y positivista, firmes creyentes de la Verdad de la Ciencia, el Progreso y el proletariado como “objetividad” revolucionaria. Un buen ejemplo de esto sería el caso de las famosa y doctrinaria Escuela Racionalista de Ferrer y Guardia. Como en el anarquismo decimonónico, en este anarquismo se entrelazaban los anteriores vectores revolucionarios con los vectores más reaccionarios: el dogmatismo cientista y el positivismo, la sumisión al pensamiento de la Economía Política, la subsumición de las luchas en el sujeto-proletariado. Por supuesto, debemos tener en cuenta la contingencia: las cosas son más o menos reaccionarias o revolucionarias según su contexto; una vez han cambiado los tiempos, estas articulaciones reaccionarias hoy lo son doblemente.

Más tarde, con la explosión contracultural de los 60/70 algunos anarquistas intentaron estar a la altura de los tiempos y lo consiguieron; tal fue el caso de Paul Goodman. No obstante, la mayoría seguían fieles a un “anarquismo clásico” fundamentado, además de en lo económico, en otras dos cuestiones que es necesario no dejar sin criticar: (1) cierta concepción occidental y universalista de la naturaleza humana y (2) un moralismo que tal cosmovisión lleva implícito. Se trata de una posición epistemológica que aún hoy, tras el paso y la asimilación de tantas otras ideas igual de humanistas (especialmente freudo-marxistas y situacionistas), igual de ilustradas, sigue siendo mayoritaria entre los activistas y teóricos libertarios, todavía sujetos a esa metafísica de raigambre platónica, kantiana y hegeliana, ilustrada y a la vez cristiana; moderna, demasiado moderna.

Generalizando, el anarquismo clásico partía de la idea que había construido la Ilustración sobre la naturaleza humana. Era según esta naturaleza, una y eterna, que existía un bien y un mal universal, más allá del tiempo y más allá del espacio. Como brillantemente entendió Stirner, lo que hacía la ilustración y el socialismo no era otra cosa que matar a Dios para colocar en su lugar otro juez igual de trascendente, abstracto y supremo. A este nuevo dios secular lo llamaron “la Humanidad”. El juez trascendente humanista descendía de la montaña con las tablas del dogma bajo el brazo, dictando la moral no ya por mandato divino sino por su correlato secular: la naturaleza, las necesidades, los derechos naturales. El problema, protestaba Stirner, es que la Humanidad abstracta no existe, es sólo un fantasma. Su planteamiento era demasiado solipsista como para poder aprehender la poietica de las relaciones que se dan entre los cuerpos y seguía demasiado apegado a la concepción cartesiana del sujeto, pero de alguna manera en su rechazo a Hegel se volvía contra el universalismo, la normalización y, como más tarde harían Nietzsche, Deleuze o Foucault, afirmaba la diferencia (la unicidad de los cuerpos), la voluntad y también cierta multiplicidad (aunque fuese entre sujetos-Uno). Stirner colocaba en el centro de la política el goce, la voluntad y el deseo y no ya la moral o la ley de la naturaleza humana. “¡Dios ha muerto! ¡Matemos ahora al hombre!” –Gritaba.

Aunque de una forma muy diferente, esta sensibilidad por la multiplicidad y su contingencia será la que retomen los teóricos postestructuralistas surgidos del agenciamiento de enunciados, creencias y deseos de los años sesenta y setenta. Para los post-estructuralistas tenía una importancia capital el estudio de lo que para cualquier política de la experimentación debe ser primordial, esto es, el estudio de la producción de (nuevos) enunciados, la producción de mundos perceptivos y mundos vividos diferentes. Esta cuestión es clave para cualquier política revolucionaria: ¿Qué otra cosa es la revolución sino producir nuevos agenciamientos sociales, deseantes y culturales? Lo reaccionario es siempre aquello que se opone a lo revolucionario, y por tanto a aceptar que puede haber distintos planteamientos más válidos y que algún día, alguna vez, han de producirse otros que funcionen mejor que los primeros. Atendiendo a este estudio de la diferencia los postestructuralistas deconstruyen los universales, la moral o Juicio de Dios.

La moral es siempre reaccionaria. Es aquello que estipula qué es el bien y qué el mal, qué lo natural y qué lo contra-natura, qué lo normal y qué lo aberrante, y lo fija y nos atrapa en este encorsetamiento a través de las ideas trascendentes. Se puede decir que esto o lo otro es bueno o malo para conseguir tal o cual cosa que se desea, pero esto ya no sería un juicio moral sino funcional (a esta pragmática la llamaremos ética política). Partir de esta ética será la postura que defenderían, si bien de distinta manera y con distintas conclusiones, Stirner, Nietzsche, Deleuze y tantos otros. La moral, en cambio, no se expresa en estos términos. Para ella hay un Bien y hay un Mal independiente de los deseos de unos y otros, como también hay unos “intereses objetivos” independientemente de los deseos y subjetividades de los “interesados” (por ejemplo: el interés de la clase obrera sería objetivamente contrario al de la capitalista). El peligro en este tipo de pensamiento es evidente. Cuando el problema se plantea en términos de verdad esencial (moral o “intereses objetivos”) ya no es necesario atender a los deseos de los implicados. Por el contrario, cuando uno se aproxima a la realidad desde una ética-política construccionista uno puede comprender que los “intereses objetivos” son siempre subjetivos, que un obrero por mucho que sea obrero si desea el fascismo su interés real (subjetivo) descansará en la patria, el führer, etc. Un deseo cancerígeno, que aplasta los del resto y en última instancia un deseo suicida que destruye el propio cuerpo deseante, pero un deseo, no ideología ni “falsa conciencia”.

En virtud de los absolutismos de la verdad, pensando que lo que uno entiende por los “intereses objetivos” han de serlo para todos, se está allanando el camino para que prolifere el micro-fascismo dentro de los propios revolucionarios, como el fue el caso del nuevo despotismo ilustrado soviético. Cuando se entiende que los intereses son el resultado de una creación subjetiva, cultural y deseante, el problema ya es otro: buscar las formas de hacer más gozoso el deseo y la cultura, crear los más deliciosos intereses, para uno y con el resto. De la lógica absolutista de la verdad pasamos a la lógica relativista del diálogo.

El absolutismo epistemológico de los “intereses objetivos” es siempre una subjetivización autoritaria que fácilmente puede desembocar en dramáticas situaciones, por mucho que quien lo defienda se considere a sí mismo un revolucionario. En virtud de lo natural (el bien, la verdad) los estados marxistas decidieron que la homosexualidad era contra-natura (un mal producido por la decadencia burguesa) y la persiguieron por el bien del “interés objetivo” revolucionario; incluso los naturistas libertarios solían coincidir en considerarla contranatura. Por supuesto, los anarquistas actuales consideran que no hay nada malo en la homosexualidad, y la mayoría piensa que no hay en ella nada contranatura. La esencia humana, su naturaleza, como la naturaleza del dios bíblico que primero moralizaba la Ley del Talión y más tarde la de la otra mejilla, cambia. Tal contingencia no puede sino hacernos sospechar que realmente todos somos “aberrantes” y que la moral es una trampa de la que nos debemos librar.

También los anarquistas cambian, pero el problema persiste. El problema es epistemológico. En parte se explica por esto el carácter reactivo (no confundir con reaccionario) del anarquismo en las últimas décadas. Reactivo porque salvo raras excepciones no es capaz de producir nuevos discursos ni de innovar prácticas políticas. Salvo cuando los grupos se recombinan con otras experiencias no-anarquistas suelen ir a la zaga de lo que por otro lado se desarrolla, ya nos estemos refiriendo a las nuevas elaboraciones teóricas como a las actualizaciones combativas frente a los cambios sociales. Del papel (co)protagonista que jugó hasta la década de los treinta en la segunda mitad de siglo XX y principios del actual ha pasado a ser un observador del cambio, un actor reactivo. Las excepciones son escasas. En el plano teórico poco fue lo que aportó durante los sesenta, quitando Goodman (y el afín Ivan Illich) casi nada. La contribución de Bookchin con su ecología social fue importante en los primeros años setenta, cuando empezaba a proliferar la vírica subjetividad-verde, pero, al igual que los obreristas, durante las tres décadas siguientes su pensamiento se quedó petrificado en las formas evolucionistas, universalistas y moralistas que las teorías revolucionarias de este periodo estaban haciendo saltar por los aires. Tan sólo ahora, con el nuevo milenio, la “intelectualidad” anarquista comienza a desplegar líneas reactualizantes (el caso del postanarquismo en los últimos años u otros anarquistas recombinantes como los del antropólogo David Graeber o Andrec Grubacic), también han surgido una ristra de nuevos discursos, con más o menos fortuna, que expresan el deseo de llegar a algún lugar distinto (el post-izquierdismo de la revista Anarchy, las teorías primitivistas de Zerzan o las más interesentes narraciones semiótico-autónomas de Hakim Bey, todas ellas desarrolladas desde los años 1980)

En el plano político la fracción del movimiento contracultural o autónomo se mostró más dinámico. Estuvo en la primera fila del movimiento okupa y de los centros sociales, y participó (también aquí los sindicalistas) desde el inicio en el movimiento insumiso contra el militarismo o en caleidoscópico movimiento alterglobalización. Sin embargo, el obrerismo en su propio terreno, en la lucha laboral, no ha sido capaz de innovar absolutamente nada. Por él ha pasado inadvertido el cambio de la sociedad industrial a la postindustrial (donde los obreros industriales se reducen al 20-25% de la mano de obra); también pasó inadvertido el cambio del capitalismo centrado en la producción material a este otro donde lo inmaterial cobra especial relevancia. La precarización, flexibilización y temporalidad del trabajo es algo que no ha sabido encajar -por cierto, una gran oportunidad para los sindicatos antagonistas, pues el mundo flexible es mucho más difícil de captar por los sindicatos capitalísticos. Sólo ahora empieza el anarcosindicalismo a intentar abordar el problema, con escaso éxito y cuando ya llevan varios años actuando y visibilizando la nueva situación otros movimientos sociales (biosindicalistas). Las distintas movilizaciones y acciones para visualizar los problemas que van surgiendo (el movimiento de parados, las marchas contra la pobreza, el May Day de los precarios) son siempre elaboradas en otros lugares que les resultan demasiado lejanos y su lenguaje y formas demasiado extrañas, casi incomunicables. De todas maneras, las grandes “luchas” económicas cada vez se dan más en un espacio distinto del sindical. Cada vez más las grandes luchas contra el trabajo se realizan fuera de los lugares de trabajo y los espacios sindicales. Cuando el trabajo es tan temporal la huelga pierde gran parte de su operatividad. Las luchas contra el CPE francés, luchas de la multitud organizadas transversalmente en forma/red, muestran un camino distinto, tal vez el mejor que quede una vez que la huelga general ha sido completamente integrada y espectacularizada en la connivencia de las grandes centrales sindicales con la patronal y el estado.

Este agarrotamiento intelectual, la aferración por otra parte a una filosofía asentada sobre las bases platónicas e ilustradas claramente en desventaja para aprehender las mutiplicidades y para producir innovaciones (debido a la rígida y reificante losa de las esencias, las ideas absolutas y las naturalezas abstractas), unido a un apego no menos fatal a la mítica de un pasado glorioso que imposiblemente se intenta resucitar y que sanciona el presente bajo los términos del pasado, así como el excesivo atrincheramiento dentro de unas políticas identitarias no menos rígidas, esenciales y (auto)excluyentes, todo esto junto, digo, ayuda a explicar la pérdida del carácter activo de la corporalidad anarquista, anarcosindicalista o anarco-autónoma, su prominencia reactiva, especialmente en los sectores obreristas donde todo esto es especialmente agudo. Los sectores autónomo-contraculturales, ávidos por nuevas ideas y descontentos con las heredadas (como muestra la continua proliferación en los últimos tiempos de tendencias y etiquetas) parecen hablarnos de este espacio como una localización más propicia para las políticas de la diferencia y la experimentación; un lugar que en su ruptura con el pasado obrerista, si consigue romper con su purismo, su guettismo y su pasado sesentista todavía demasiado pegado a los conceptos morales y universales, puede configurarse como un actor prometedor dentro del “jardín de las peculiaridades” post-obreristas pero también post-situacionistas y post-freudomarxistas.

Durante más de un siglo la antropología ha traducido a nuestra cultura muy distintos tipos de sociedades, sexualidades, políticas, estilos de vida, creencias, ideas, formaciones deseantes, relaciones culturales. A través de esta comparación de la diferencia, haciendo hincapié en la contingencia de aquello que etnocéntricamente considerábamos “natural”, “biológico” o “universal” ha ido minando no pocos de los dogmas occidentales. Ha mostrado cómo los géneros eran construidos culturalmente, incluso el sexo puede ser producido (como observamos hoy con el devenir transexual). La antropología, también la historia cultural y social, nos han mostrado infinitos mundos posibles y diferentes: sociedades sin estado que tiraban por el suelo el mito hobbesiano, cazadores-recolectores sin jefaturas, sociedades donde no tenía sentido los conceptos occidentales de propiedad privada, mercado, trabajo, producción, economía, sociedades con no ya dos géneros (masculino y femenino) sino con tres o cuatro, sociedades del potlach, del don, poligínicas, poliándricas, etc.

En las últimas cuatro décadas han proliferado los estudios sobre los cambios en las mentalidades en la historia cultural, también estudios sobre el cambio de los paradigmas científicos que ponen el énfasis en la contingencia de la interpretación científica de la realidad, en como se desmorona un día cosas que parecían tan evidente como que la tierra era plana o la verdad supuestamente indiscutible de la física newtoniana. “Nada permanece, todo cambia” –Siempre. Los postestructuralistas, especialmente Foucault, han desarrollado geniales estudios sobre la aparición y la producción de los enunciados sociales. Foucault estudió cómo a finales del XVIII se crea definitivamente la distinción entre locos y sanos y cómo los primeros fueron encerrados; cómo las teorías gramaticales, económicas y biológicas formaron grupos de enunciados entrelazados que expresaban la mentalidad en un momento para variar completamente en el siguiente; cómo se construyó aquello que llamamos hoy sexualidad, cómo con ella se constituyó un biopoder sobre los cuerpos y se diferenció científicamente entre sexualidades sanas o normales y otras perversas, enfermas o aberrantes.

El anarquismo ha vuelto la mirada hacia la antropología con entusiasmo: Zerzan, Bookchin, Hakim Bey, David Graeber, etc. Los estudios etnográficos de las sociedades sin estado eran muy útiles para la crítica anarquista de esta institución, en el caso de Bey lo era también para criticar el occidentalismo, para Zerzan lo es para rechazar el mundo actual en su totalidad. En cuanto al postestructuralismo, al margen de unos pocos postanarquistas como Newman, May, Colson o Call, para la gran mayoría de los anarquistas es completamente desconocido, y quien lo conoce ligeramente lo rechaza prejuiciosamente (“¡Postmodernismo nihilista, para ellos todo vale!”). Pero es sintomático que en la academia halla tan pocos simpatizantes con el anarquismo, un hecho que no se puede explicar por el carácter más que minoritario del movimiento o por su crisis o por la crisis general de la izquierda. Argumentos como estos son elusivos, cuando no justificaciones vanas. En el anarquismo prima un cínico anti-intelectualismo que lo vuelve especialmente poco atractivo para los ámbitos “intelectual” y universitario. Se trata de una retórica cínica porque realmente se excusa en el anti-intelectualismo para que no se pongan en duda sus a priori. De hecho, sus propias ideas, obreristas o contraculturales, son también “intelectuales”; son conceptos elaborados entre otros por economistas, freudianos, freudo-marxistas, y que se han popularizado. Todos nuestros conceptos un día fueron difícilmente comprensibles, tal vez excéntricos, poco o nada populares. Tal vez pronto llegue el día en que los enrevesados conceptos postestructuralistas sean tan populares como el concepto económico de plusvalía, la conceptualización freudomarxiana de la alienación, el concepto freudiano de la depresión.

Si el anarquismo quiere ser revolucionario tendrá que combatir la moral allí donde esté –incluso dentro de los grupos anarquistas. Si quiere volver a ser un cuerpo potente, en el sentido spinoziano de “creador de sí”, “activo” en cuanto creador de valores (Nietzsche), tendrá que superar el resentimiento y experimentar con políticas y también epistemologías capaces de aprehender el devenir y reinventar los mundos: entregarse a la creación de los plurales y la creatividad de lo plural, situándose para ello en la contingencia y desmitificando las naturalezas universales y las esencias trascendentales. Los nihilistas pasivos, decía Nietzsche, son aquellos que como los (anarco)nihilistas rusos del XIX eran capaces de decir no al Juicio de Dios, que le daban muerte pero que no eran capaces de crear nada en su lugar. Los nihilistas activos, por el contrario, dando muerte a Dios abrazaban el eterno retorno de la diferencia para crear y afirmar la vida, que no puede ser otra cosa que diferenciación inmanente. El anarquismo debe ser un nihilismo activo que cree y afirme las “pasiones alegres” del cuerpo (Spinoza) entendido éste como algo no dado sino como algo a construir y con lo que hay que experimentar. “Nunca se sabe de lo que es capaz un cuerpo”.

6. Línea de fuga: acontecimiento, diferencia y exceso.

Hemos redefinido la revolución como la creación de líneas de fuga que agencia nuevos estilos de vida, relaciones sociales, ideas y formaciones deseantes. De tal manera, la revolución siempre es el fruto de un acontecimiento, entendido éste no ya como la resolución de los problemas (como con el paraíso cristiano o socialista) sino, en palabras de Deleuze, como la creación de nuevas preguntas, otros problemas y también la apertura de nuevas y distintas posibilidades de ser. Las “contradicciones” nunca están dadas como datos “objetivos”, muy por el contrario los conflictos son el producto subjetivo de la constitución del antagonismo por las líneas de fuga que agencia un acontecimiento. Las líneas de fuga crean las subjetividades antagonistas y construyen las posibilidades y el deseo del estar en contra.

La eclosión de la subjetividad-verde, feminista, post-feminista, proletaria, anti-racista, indígena, gay, queer, son acontecimientos que plantean nuevas preguntas, crean nuevos conflictos, nuevos estar-contra, nuevas ideas, otras Weltanschauung. Al hacerlo elaboran novedosas interpretaciones de qué significa la dominación y también nuevas formas de enfrentarse a ella; cuestiones en las que tal vez otros no habían pensado.

Nos hemos referido al 68-77-99 como acontecimientos, también el 56-68-89-91 sería una serie de acontecimientos en el bloque soviético y podríamos hablar de la descolonización como otro más, aunque realmente todos ellos están entrelazados. Hemos hablado de la emergencia de un periodo post-obrerista consecuente de todos estos acontecimientos. En el post-obrerismo se dan unas nuevas posibilidades revolucionarias, pero también persisten trabas que dificultan la conquista de estas oportunidades que están ocultas o manifiestas en los pliegues del presente. Es por esto que podemos concluir que realmente vivimos muy por debajo de nuestras posibilidades y por tanto es legítimo afirmar que el capitalismo es de una pobreza y crueldad escandalosa.

Son las líneas de fuga –culturales, deseantes, sociales- las que generan la virtualidad de “otros mundos posibles” susceptibles de transformar el mundo actual reactualizándolo. Siguiendo la reinterpretación que Deleuze hace de Bergson, en este proceso hay dos distintos planos de una misma realidad: la diferenciación virtual (creación de problemas) y la diferenciación actual (la solución del problema creado). En estos procesos de diferenciación se producen los antagonismos. Son estas creaciones de diferencia, tanto las virtuales como las actuales, lo que llamamos revolución; según produzcan “alegría” o “tristeza” (Spinoza) las consideraremos desde una pragmática del deseo revoluciones stricto senso o por el contrario innovaciones cancerígenas. En efecto, esto supone un cambio drástico en el concepto tradicional de revolución, más que asociarlo a lo militar –ya sea la toma del poder del estado (marxismo) o su suplantación por otro proto-estado sindical (anarcosindicalismo)- lo liga a la problemática de la creación y la materialización de posibles. Formar deseos y conceptos puede ser tan revolucionario como innovar formaciones sociales. De hecho, no es sino la cultura y el deseo lo que agencia e informa lo social en su entrecruzamiento con el poder, de la misma manera que no es sino en lo social donde se produce lo uno y lo otro. Lo social y lo deseante no son sino dos planos, la micro-política y la macro-política, de una misma naturaleza (Deleuze y Guattari). De esta manera la revolución se vuelve sobre la vida cotidiana y se radicaliza. Es capaz de encontrar elementos micro-fascistas (Foucault) dentro de los propios grupos revolucionarios y combatirlos a través de políticas de experimentación prácticas y teóricas. Es capaz de atender a la revolución en su diacronía y dispersión, también a la constante irrupción cotidiana de lo revolucionario en la porosidad de los distintos planos. Asociada a la cuestión de la creatividad y la ética política, en lugar de los universales naturales y la moral, se vuelve a sí misma revolucionaria superando el reaccionismo de las esencias.

El marxismo clásico, cautivo del mundo que naturalizaba, se movía dentro de los posibles formados por el propio enemigo (capitalistas/obreros, hombre/mujer, ocio/trabajo, etc.) y entendía el conflicto como la mera negación de los roles asignados (Lazzarato). Pensaba el mundo desde el regimen de lo posible y su realización pero entendiendo los posibles como algo ya dado: una esencia humana ya dada que había que realizar. Así, el marxismo y también el anarquismo clásico neutralizaban el regimen de los posibles subordinándolo a la política de la toma de “conciencia” de lo dado. Muy por el contrario, el modo que aquí defendemos es distinto y descansa sobre una interpretación de los posibles asociados a la dinámica de lo virtual y lo actual. Desde esta perspectiva los posibles necesitan ser creados, tampoco hay un mero juego dialéctico y binario: la revolución no es ya la supresión de la asignación del rol marcado sino la innovación de realidades diferentes. Y tampoco lo que se actualiza no es una mera copia de lo virtual: de un mismo problema pueden darse distintas respuestas. Este es el modo en el que según Maruzio Lazzarato se despliegan los movimientos post-socialistas. Éstos, sin perder de vista las alternativas actualizadas (obrero/capitalista, etc.), crean nuevos posibles, nuevos antagonismos que pueden encontrar su actualización a través de los excesos que van produciendo en el juego virtual/actual.

Para construir las posibilidades revolucionarias es necesario producir la virtualidad, para pasar de la virtualidad a la actualidad debemos de estar atentos a los excesos que producen las líneas de fuga, aprovechar sus oportunidades. Y estamos rodeados por una multitud de excesos. La migración global, consecuencia de la represión del deseo por parte de la geopolítica mundial, está creando evidentes excesos contra las restricciones del espacio estatal, de la ciudadanía nacional y de la gobernanza soberanista, al tiempo que teje y difunde por doquier itinerarios transculturales (Clifford). Los excesos significan siempre una crisis mayor o menor del dispositivo de captura que exceden (ya sea una institución, un concepto, un deseo, etc.). La crisis es un momento ambiguo que se debate entre dos polos: polo-cancerígeno en el que el exceso del cuerpo se vuelve contra él y lo convierte en un agujero negro (tristeza); polo-delirante en el que el exceso reiventa el cuerpo y lo empodera (alegría). El exceso migrante se debate entre el polo de la reacción fascista y otro caracterizado por el espacio liso de la “ciudadanía” global, la supresión de las fronteras y la afirmación gozosa del mestizaje. Lo mismo ocurre con el exceso en los sexos y las sexualidades. Los transexuales crean sexos alternativos, pero su importancia real va más allá: crean la posibilidad de pensar lo sexual en términos distintos al moralismo biológico (natura/contranatura). El movimiento gay crea un exceso sobre la normalidad heterosexista abriendo la posibilidad de la alegría al cuerpo homosexual, y el movimiento queer va mucho más allá, deconstruyendo las sexualidades construidas en binario (homo/hetero) y afirmando una multiplicidad de sexualidades polimorfas con las que se afirma la singularidad de los cuerpos. Otra vez aquí los dos polos: el homófobo y aquel otro que estropea el normalizador dispositivo de la sexualidad del que hablaba Foucault, o que incluso lo dinamita por completo.

En estos tiempos donde la vieja izquierda no ve nada más que “ruinas y derrotas” de lo que un día fueron las posibilidades revolucionarias, llenos sus ojos todavía de las lágrimas por la defunción del periodo obrero, no son capaces de comprender las posibilidades de los excesos que nos rodean y que se han producido en las luchas antagonistas en la intersección entre el poder y el deseo. Mencionábamos las fugas relacionadas con el sexo y la sexualidad, lo mismo podría decirse del género, de la “revolución feminista” y también de las nuevas derivas postfeministas que en lugar de defender una “femenidad natural” deconstruyen radicalmente el género. Entienden que no hay una masculinidad ni una femenidad “por naturaleza” sino que estas categorías son culturalmente elaboradas y que de la misma forma que se ha producido tal identidad de una manera podrían haberse producido subjetivizaciones muy diferentes, también mucho menos rígidas, más flexibles y respetuosas con la diferencia de las multiplicidades, más allá de la limitación actual del género que aún defendían las primeras feministas. Tal está siendo la crítica que desarrollan en la actualidad Judith Butler, Donna Haraway y tantas otras.

Más excesos, más deconstrucciones: después del horror de la 2º Guerra Mundial y los levantamientos negros de los 50 y 60 (después en Sudáfrica) la raza fue definitivamente deconstruida y denunciada como una producción cultural que bajo el ropaje “objetivo” escondía una interpretación propiamente racista (Lewontin). Tales deconstrucciones nos brindan la posibilidad de combatir un racismo que, no obstante, parece estar en muchos lugares en aumento. Por otro lado, también la deconstrucción y rechazo de la ética del trabajo en los sesenta y setenta aún hoy plantea posibilidades radicales. El cuestionamiento del significado del trabajo productivo por parte de las prostitutas, las amas de casa o los productores inmateriales facilita una posible popularización de la crítica (que rechace) la Economía Política deconstruyendo sus conceptualizaciones del valor (de uso y de cambio) y el trabajo (productivo/reproductivo/improductivo).

La Gran Negación en los sesenta (Marcuse) que puso en jaque las instituciones de la sociedad disciplinaria y puritana aún hoy tiene consecuencias que se manifiestan en la “crisis de autoridad en la escuela”, en la “crisis de la familia” en la “crisis de la figura paterna”, etc. También en la crisis de la democracia, pues los nuevos movimientos sociales, ajenos a la política representativa, ya no aceptan representantes unitarios que dialoguen sus políticas en nombre de las “masas”. Han construido un espacio propio donde realizar política, un espacio que significa un verdadero exceso político y por eso el estado lo intenta capturar mediante la represión judicial/policial de cara a las fracciones más radicales y la representación (espectacularizando las manifestaciones e intentando adueñárselas semiótica y mediáticamente, como pudimos ver en el caso de los partidos social-demócratas en las manifestaciones “contra la globalización”).

Las fugas proyectadas con las revoluciones culturales nos han legado toda una galaxia de mundos posibles, virtuales o actuales. En los últimos años hemos visto emerger otros excesos, entre ellos ese exceso cibernético que es la “piratería”, el software libre, la libre cooperación de cerebros y la cultura gratuita del compartir. Todo ello, sin lugar a dudas, es aprovechado por ciertas ciber-empresas para conseguir amplias ganancias; tal es el caso de Youtube o toda esa montaña de empresas que se hacen de oro gracias a Linux (revistas, servicios técnicos, etc.). Sin embargo, supone también un movimiento anti-disciplinario de un tamaño colosal. Tal exceso, de muy distintas maneras, aunque en la mayoría de los casos de forma parcial y despolitizada, vuelve a cuestionar aquello que deconstruyeron los socialismos, la propiedad privada, esta vez en relación a la producción cognitiva. El movimiento del Copy-Left supone una tentativa interesante de constituir con esta fuga un vector político.

Enumerar todas las fugas actuales sería una tarea de volumen enciclopédico, una vasta labor mucho más allá de las posibilidades de un artículo como este y también, por supuesto, mucho más allá de mis capacidades o las de cualquier otro individuo aislado. Soy plenamente consciente de que uno de los errores en lo que estoy escribiendo es que parte de una localización muy concreta (“occidental”, por llamarlo de alguna manera); sin embargo, las fugas acontecen por doquier, con su singularidad según sean su localización (Clifford). Los movimientos “indígenas” innovan por todos lados “modernidades alternativas”. La localización más o menos europea en la que se ubica este artículo ha dejado de lado experiencias a nivel global de lo más interesante como son las que se dan, por ejemplo, en todos los “abajo y a la izquierda” de las subjetividades antagonistas suramericanas, “anónimas” tras los pasamontañas en las selvas y los barrios, más allá de los populismos y las caras públicas de los dirigentes que intentan recuperarlas.

Sea como sea, lo cierto es que todas estas fugas forman un material nada desperdiciable. Tenemos en el mundo de hoy mucho más que ruinas; poseemos una actualidad pero sobre todo una virtualidad que si se agencia revolucionariamente, aprovechando las oportunidades, puede llevarnos a un nuevo acontecimiento revolucionario más allá del 1968, más allá del 1977, y del cual los primeros chispazos prometedores se expresan en: (1) la proliferación de un espacio político autónomo y ajeno a las instituciones estatales y para-estatales (las ONG y los sindicatos integrados); (2) la explosión del primer ciclo del devenir global de las luchas que acabamos de pasar; (3) todo ese conjunto de nuevas enunciaciones teóricas que, como el Movimiento de Seattle, aunque sean afirmativas y creen valores, todavía no pueden ser nombradas más que en negativo o por lo que dejan atrás (postestructuralismo, postfeminismo, postmarxismo, postanarquismo, etc.).

Por último, el agenciamiento de las luchas sobre un espacio propio autónomo/global requiere hoy más que nunca de su articulación con la problemática ecológica en una suerte de ecosofía que transversalice las ecologías medioambiental, mental y social (Guattari). Tal propuesta, íntimamente enamorada de la creatividad, deberá suplantar la locura del productivismo industrial por toda una ética de la poietica inmaterial (deseos, ideas) y de la poiesis material ecológica (innovar relaciones conviviales con el resto de cuerpos biosféricos).

7. ¿Post-anarquismo?

La crítica de la praxis política y epistemológica desarrollada hasta aquí en relación con el anarquismo podría ser denominada, reconozco que de una forma demasiado ambigua, como post-izquierdista, en tanto que se formula en contra de los postulados ilustrados y los de la Economía Política obrerista. Muy por el contrario, busca fundar su ética, más allá del bien y el mal, sobre la pragmática de una subjetividad entendida como el producto de la intersección de los maquínicos planos sociales, culturales y deseantes, diferente tanto del posicionamiento cartesiano en torno al sujeto como de los enunciados esencialistas de la Ilustración sobre la naturaleza humana. Desde esta perspectiva político-epistemológica hemos intentado situarnos en el mundo de las multiplicidades y el devenir, y desde allí reformular el concepto izquierdista de la “revolución”, que un día ésta había adquirido de la noción militarista de la filosofía política burguesa.

Al contrario del desesperado pesimismo que suele ser habitual entre la vieja izquierda revolucionaria (marxistas, situacionistas, anarquistas), hemos mencionado aquí la proliferación de algunos de los muchos excesos presentes que, debatiéndose entre los polos de la alegría y la tristeza, inauguran nuevos devenires posibles revolucionarios. Todo esto lo hemos enmarcado dentro de una teoría del cambio social donde la multitud y la agencia revolucionaria son sustraídas de las sombras a las que muchas veces el izquierdismo las condenaba, reconociendo así su importancia y protagonismo social. Hemos contextualizado estos cambios y posibilidades dentro de una problemática histórica marcando un punto de inflexión y emergencia en el postobrerismo (en su conjunción con el postcolonialismo).

Mencionábamos al principio que aunque el obrerismo como paradigma teórico-político ya no es válido, ciertas de sus formas de lucha, en concreto el sindicalismo revolucionario, siguen pudiendo jugar un papel en las luchas sociales. Con las revoluciones y transformaciones simbolizadas por los años 56-68-77-89-99 el anterior periodo obrerista ha finalizado. En el ciclo de luchas obrerista el espacio político estaba triangulado por tres grupos con pretensiones monopolistas: los partidos/estado, las empresas/patronal y los sindicatos de masas. Decíamos que en el modo obrerista el discurso se construía en torno a las categorías económicas y que la subjetividad obrera subsumía a las demás manteniendo con ellas una relación monopólica (del tipo centro/marginalidad o mayoría/minoría). En el post-1968 todo esto cambia. Subjetividades antes minoritarias se convierten en co-protagonistas (feminista, ecologista, antirracista, pacifista, hedonistas) y emergen otras nuevas (queer, indígenas, postfeministas). La triangulación del espacio político se rompe con la irrupción de nuevos actores colectivos. Aparece una nueva forma de hacer política, las formas extra-parlamentarias o autónomas, un movimiento de movimientos plural, disperso, fluido y organizado ya no en una forma vertical o integrada sino que horizontal (forma/red) y cada vez más coordinada o sincronizada. En este nuevo escenario, la antigua pretensión de formar un sindicato masivo que encabezase una revolución ya no parece tener sentido; la vía de la revolución a través del partido lo tiene aún menos. Las posibilidades (virtuales y actuales) del sindicalismo revolucionario se vuelven mucho más pequeñas, no pudiendo ya más que aspirar a ser un elemento más del collage revolucionario. Lo mismo podría decirse en relación a los anarquistas autónomos y también al anarquismo en cuanto tal. El anarquismo fue un enunciado de un periodo histórico concreto; una vez superado éste no habrá jamás una revolución anarquista.

Para la proliferación de las revoluciones moleculares (en la formación social del deseo) y molares (en las formaciones sociales producidas por el deseo) debe atenderse a la problemática del lugar y la estrategia, y que ya no pueden ser pensadas en los viejos términos. Michel de Certau diferenciaba entre táctica y estrategia en relación al lugar donde en cada una de ellas actuaba la agencia. Por táctica entendía aquella acción calculada y condicionada por la ausencia de un lugar propio; por estrategia, aquella que se da en un lugar propio sobre el que se tiene el control y la posibilidad de autoproducirlo. Un ejemplo de esto segundo serían las estrategias que la empresa implementa en su propio terreno para controlar y disciplinar al trabajador (taylorismo, fordismo, toyotismo, etc.). Un ejemplo de las anti-disciplinas tácticas serían las llevadas a cabo bajo la forma del rechazo al trabajo (escaqueo, sabotaje, ralentización de la producción, etc.). El antagonismo necesita un lugar propio si es que quiere realizar y direccionar según su voluntad las líneas de fuga. Es necesario ir más allá de las anti-disciplinas tácticas si es que quiere conquistar los espacios. Hace falta un lugar propio lingüístico y conceptual, un lugar material propio donde territorializar las luchas (como lo son las okupas, los centros sociales o los sindicatos revolucionarios), también un lugar dentro del juego general de la política. Este lugar antropológico, es decir mundo vivido y significado como propio, es el que están construyendo los nuevos antagonismos: el lugar de la autonomía, un espacio de lo común para las políticas no-representativas y externas a aquellos otros lugares de los dispositivos de captura estatal-sindicales, de los partidos o de las ONG dependientes de las empresas y los aparatos del Estado. Desde estos lugares propios y autónomos el antagonismo puede agenciar contra-estrategias (resistencia) y provocar líneas de fuga (ofensivas) tanto materiales como inmateriales, tanto en lo local como en lo global (glocales).

En esta reconstrucción del antagonismo político, que hoy vemos emerger por doquier en el plano glocal, el anarquismo ha de comprender que ya no podrá ser nada más que una singularidad más del “jardín de las peculiaridades” rebeldes. Su esencialismo identitario, así como sus esencialismos teóricos, son una traba para esta recombinación actualizante. Anclados en el pasado identitario es así que, reformulando un slogan de Bob Black, el anarquismo se ha vuelto hoy una traba para la “anarquía”.

Legítimamente podría preguntarse qué es lo que queda de anarquismo propiamente dicho después de la deconstrucción y reinvención que en este artículo se propone. Su espíritu antiautoritario sigue presente en este relato; la crítica al capitalismo (especialmente aguda en el comunismo de Kropotkin) también. Sin embargo, bien se pudiera afirmar que ya estamos ante algo distinto. Con el post-marxismo pasa lo mismo, y tanto el post del anarquismo como del marxismo tienden a converger. Vivimos un momento de tránsito. Más que el fin de las metanarrativas puede afirmarse que el postmodernismo es más bien un frenético lugar de ebullición mitopoiética. Todavía no podemos darnos nuevos nombres. Somos post y somos anti pero este nihilismo es activo, afirma; no para de afirmar mientras asalta las murallas de la vieja Roma. Si ya no somos lo que éramos, ¿por qué defendemos aquí la etiqueta “post-anarquismo”? La creación de lugares propios (materiales o conceptuales) implica la constitución de una “identidad” grupal. Esta identidad puede resultar una traba para la proliferación de singularidades y fugas, pero siempre es necesaria para poder expresar un común y a partir de allí construir una lucha estratégica. Hay identidades que frenan y atrapan, otras pueden ayudar a agenciar colectivamente fugas y construir nuevos mundos a través de los excesos. Preferimos la etiqueta post-anarquismo a un anarquismo-a-secas pues con ella nos ubicamos en un tránsito, más que un estado fijo nos remitimos a un flujo de intensidades, un camino que no puede estar siempre sino inacabado, también una deconstrucción, y al mismo tiempo conserva la fuerza simbólica del anterior significante y lo reformula para, partiendo de él, superarlo. El post-anarquismo es un estar entre: con un pie en el mundo que muere y otro en el que puede nacer. Se trata de elaborar una identidad que contribuya por fin a darnos ese nuevo nombre, a través de la utopía postmoderna. Con el post-anarquismo señalamos un tránsito y una mutación, una nueva conexión de intensidades.

El post-anarquismo no debe entenderse como una mera conjunción de anarquismo + postestructuralismo, por mucho que beba de ambos. Más bien se trata de una bandera con la que expresar el deseo de trascender los viejos hormes, de devenir-otro y de agenciar nuestros cuerpos en el flujo virtual y actual de la eterna diferenciación antagonista. Dejar atrás el mundo que nos abandona con todas sus hagiografías y reliquias para crear nuevos mundos a través del despliegue de las oportunidades del presente; cabalgar sobre las líneas de fuga y recombinarse con el otro amigo para innovar excesos por venir, galopar sobre las lisas mesetas y entre las punzantes alambradas de lo cotidiano, en esto consiste hoy la alegría de ser “anarquista”.