lunes, 26 de noviembre de 2007

Anarquismo postmoderno. Parte I

Navegando por la red, hemos encontrado un artículo muy interesante en torno a la cuestión del anarquismo posmoderno, tema que nos interesa especialmente por contribuir a una reformulación del anarquismo con las aportaciones del posmodernismo. Como es bastante extenso, lo dividiremos en varias partes. Esperamos que les guste.


Reflexiones post-anarquistas.
Revolución, diferencia y deseo.
Antón Fernández de Rota,
Enero de 2007.
antonfdr(arroba)yahoo.es
Publicado originalmente en www.nodo50.org/transversal.

1. Más allá del obrerismo.

Dentro del anarquismo existieron y existen muy diversas tendencias, muchas veces incluso irreconciliables. Tal es el caso del liquidador neo-primitivismo (Zerzan, et al) frente al progresismo reformador de Chomsky o el recientemente fallecido Bookchin, por citar un par de ejemplos. Hay también vertientes radicalmente individualistas, inspiradas por el excéntrico Max Stirner, que nunca se refirió a sí mismo como anarquista. Pero, sin duda, si una fue la mayoritaria esa fue el anarco-sindicalismo, una corriente socialista (libertaria) fundada sobre la (crítica obrera) de la Economía Política, crítica aunque dentro de ella

El anarcosindicalismo, hoy minoritario en algunos países (EEUU), mayoritario en otros (España), sigue siendo una fracción muy importante del movimiento. No cabe duda de que el anarcosindicalismo actual, por mucho que siga refiriéndose al 1936 y que este acontecimiento continúe siendo central en la constitución de su identidad, ya no es lo que fue. Muchas cosas han mutado en su composición con el devenir de los tiempos y el cambio en las subjetividades. Su discurso obrerista es casi el de siempre, su burocratismo similar, pero la subjetividad de los sindicatos del siglo XXI ha cambiado. Ya no es necesario un grupo como fue en su tiempo Mujeres Libres para combatir el machismo interno, tampoco sería hoy necesario crear un colectivo gay con las mismas intenciones anti-homófobas. De igual modo, la crítica de la retórica del progreso, cínica o miope, tiene hoy el terreno allanado en muchas federaciones locales y el ecologismo rezumba en casi todas ellas, mucho más que en sus tiempos gloriosos. Sin embargo, la estrategia sindical, el fin de esa estrategia, la forma de entender la revolución, el discurso economicista, el obrerismo y su forma burocrática siguen siendo hoy sus santos y señas, marcas de fábrica que poco ha sido lo que han cambiado. Poco o más bien nada ha mutado la percepción que se tiene del papel que debería jugar el sindicato en el proceso revolucionario. La idea sigue siendo crear un sindicato de masas que progresivamente se vaya haciendo con el poder en el reino económico, hasta que consiga derribar el estado. Sobra decir, y así nos lo hicieron saber los planificadores de la sociedad futura en vísperas de la revolución (véase el Congreso de la CNT de 1936), que en la vieja utopía anarcosindical las estructuras del sindicato con todo su entramado adyacente (ateneos, cooperativas de consumo, etc.) deberían ser quienes llevasen las nuevas riendas sociales, o al menos así debería ser en la situación ideal, esto es, si en el momento revolucionario el sindicato es omnipotente y no necesita pactar con otras fracciones revolucionarias.

Lejos de quienes prematuramente quieren poner fin al sindicalismo antagonista pronosticándole una prematura muerte, creo que éste tiene todavía un papel que jugar. No será el rol comentado, qué duda cabe, pero puede proporcionar al antagonismo un elemento interesante si consigue superar ciertos lastres del pasado. Ante él, en este periodo post-obrerista de luchas, se plantea la problemática del continuismo o la refundación, dos polos que no son otros sino los de la musealización o su salto hacia delante, su aprehensión de las pulsaciones de estos tiempos, y que requeriría su metamorfosis y renacimiento como biosindicalismo.

No sería menos lo que habría que criticar a la otra fracción del anarquismo actual, el habitualmente denominado “anarquismo autónomo”. En él, en los últimos años, se ha vivido una frenética experimentación con las ideas, si bien con una seriedad y profundidad más que precaria. Además, las nuevas ideas e identidades políticas, si bien han contribuido a hacer de él un devenir irrecuperable por las instancias de la dominación, también han desembocado en políticas autodestructivas (tal sería el caso del insurreccionalismo), posicionamientos identitarios aislacionistas o guettistas que no conllevan más que un desempoderamiento del cuerpo anarco-autónomo. En este artículo se defenderá que, si el anarquismo tiene hoy alguna utilidad de cara a transformar el mundo de una manera revolucionaria, para hacerlo ha de reinventarse completamente, aunque esto pase por dejar de ser lo que fue y lo que es.

2. Mundos post-89, galaxias post-68.

Una serie de golpes y contragolpes modelan la figura de nuestro periodo post-obrerista. Distintos martillazos golpearon contra la bandera roja por “un rostro más humano” en Hungría 1956 y en Praga 1968. Definitivamente, la bandera fue derribada en 1989 y 1991. En los países capitalistas hubo un momento común a muchos de ellos que fue especialmente agresivo y radical a finales de los años sesenta.

La década de los 1960 no fue tanto el “nacimiento de una contracultura” como la generalización y la refundación creativa de otra que por debajo latía y se había configurado en los grupos de artistas (surrealistas, dadá, etc.), estudiantes, bohemios, ciertos intelectuales y músicos al vapor de las luchas sociales y el paulatino minado del puritanismo y ascetismo. El 1968 marca simbólicamente la eclosión multitudinaria de este flujo contracultural, singular en cada territorio: casi insurreccional en EEUU desde la primavera del 1964, posiblemente la localización antagonista más radical culturalmente hablando junto con Holanda; especialmente conflictivos también los alemanes, franceses y sobre todo los italianos, cuya rebelión se prolongaría hasta el final de los setenta. Común a todas estas emergencias semi-globales (desde Brasil a Japón) fue el rechazo ampliamente extendido del autoritarismo, las burocracias, el vanguardismo marxista y su dictadura del proletariado. Los insurgentes, de forma generalizada, apostaron por ideas y prácticas que los acercaban mucho a las postuladas por las corrientes anarquistas: autogestión, asamblearismo, políticas no-representativas y performativas, democracia directa, lucha extraparlamentaria.

Las organizaciones clásicas del periodo obrerista, el sindicato de masas y el partido obrero, entraron en una profunda crisis con la proliferación de estos flujos de subjetividad, deseos e ideas. Una crisis de la que ya no se recuperarían. En muchos lugares la crisis ya era manifiesta tiempo antes. El horror de los crímenes estalinistas se hicieron definitivamente públicos con la llegada al poder de Kruschev. Desde principios de los sesenta el tedio que causaban las burocracias político-sindicales era ya patente. En muchos países los sindicatos y partidos habían reformado sus políticas y se habían acabado por entregar en los brazos de las formaciones estatales capitalistas. 1968 fue el momento en que finalmente tales organizaciones se mostraron no ya como un impedimento sino como enemigos abiertos de lo revolucionario. Tanto en EEUU como en Francia como en Italia (en 1968 y 1977) ejercieron de apagafuegos de las revueltas y como formaciones reaccionarias frente a la revolución cultural en curso. Tampoco el obrerismo que permanecía antagonista supo, ni quiso, ni pudo actualizarse y recombinarse con esta drástica mutación de la subjetividad antagonista, es decir, con sus nuevas formas culturales, políticas y deseantes. Unos y otros no se entendían; no obstante la contracultura y la nueva izquierda ponían en entredicho la primacía de lo económico, su determinación económica de lo político-cultural. Los nuevos rebeldes ponían en tela de juicio la idea del proletariado como el (único) agente revolucionario. De hecho, y contra todas las previsiones obreristas, la revolución no era llevado a cabo por la clase obrera en tanto clase, tampoco ocurría en el momento de máxima tensión de las contradicciones económicas sino en plena bonanza, en la “edad dorada” del capitalismo: sin darse las “condiciones objetivas”, subjetivamente los revolucionarios construían sus propias condiciones. Era el deseo con sus líneas de fuga y no las “contradicciones económicas” el que las producía.

Estas fugas contraculturales del deseo se producían tanto dentro de los sectores politizados como en los “apolíticos”. Los sindicatos, los partidos, incluso una parte del movimiento estudiantil intentaron “politizar” esta subversión y lo intentaron de la forma que tradicionalmente se hacía: mediante la inmersión en la clase obrera, mediante la creación de una identidad de clase trabajadora, “concienciándolos” dentro de la Economía Política. Pero los nuevos rebeldes se escapaban de estas codificaciones económicas: su lucha no era por otra economía sino por cambiar la vida entera, por una afectividad, por una sexualidad, por una convivialidad, por un estilo de vida y unos principios distintos, muchas veces incompatibles o contrarios a los valores económicos. Se posicionaron radicalmente en contra de la ética del trabajo y en contra del principio instrumental de la economía y defendieron la sustitución de todo esto por una creatividad “artística” (“la imaginación al poder”), una poietica no “productivista”. De ahí el enorme éxodo de los jóvenes hacia fuera de las fábricas, lugar de referencia central para los partidos y sindicatos de clase.

Con el rechazo al trabajo fordista y fabril los jóvenes inventaban formas de vida y trabajo flexibles e intermitentes, alternando meses de trabajo y meses de fiesta, viaje y experiencias personales y comunitarias. Este éxodo del trabajo en la sociedad de (casi) pleno empleo fue un rechazo a los viejos cánones fordistas en los que se inscribían tanto los burgueses como los obreros (y obreristas) socialistas y anarquistas. El rechazo al trabajo fue también un rechazo a cualquier forma de disciplina y rigidez. En oposición al trabajo o al matrimonio de por vida se practicaban formas flexibles y experimentales con las que combatir tales instituciones. “Cambiar la vida, cambiar la sociedad” era el lema. Las revueltas contraculturales de 1967-68-69 ó 1977 fueron rebeliones contra la sociedad disciplinaria, contra el panopticismo, sus exclusiones y sus normalizaciones: contra el matrimonio, los psiquiátricos, la escuela y la universidad, la fábrica, la familia, etc. Todas estas instituciones fueron cuestionadas a la vez que se hacía lo propio con las dos formas disciplinares tradicionales del e inmanentes al antagonismo: el partido y el sindicato.

Estas fracturas históricas significaron el fin del proletariado en tanto “sujeto revolucionario”; marcaron el fin de la clase obrera en tanto patrón-oro de las revueltas y las contradicciones entre la dominación y sus antagonistas. Los sesenta significaron también la aparición transversal de nuevos frentes de lucha que aún hoy permanecen vivos y abiertos, susceptibles de derivas revolucionarias: el feminismo, el anti-racismo, el pacifismo y el antimilitarismo, los jóvenes y estudiantes que reclaman la palabra, los artistas rebeldes, los neo-utopistas (en okupas urbanas o rurales), y más tarde el ecologismo, los indígenas, el movimiento gay, el postfeminista y el queer. Todo esto forma collage con la subjetivización obrera, que ya no es sino un componente más entre muchos sin la vieja centralidad económica que subsumía bajo su monopolio el resto de las causas. Todas ellas a partir de ahora no podrán más que aspirar a estar transversalmente federadas sin primacía de una de ellas ni subordinación de las restantes.

En el estado español la revuelta contracultural no tuvo la misma repercusión que en otras partes. En la llamada Transición, aunque se incorporó elementos, gestos, estilos y deseos contraculturales, aunque de alguna manera impregnó todo, ésta fue minoritaria o de poca intensidad. Las luchas que se iniciaron en los sesenta, hasta el final de los setenta seguían teniendo una forma mayoritariamente obrerista. Incluso la lucha estudiantil, que indudablemente incorporaba elementos muy distintos, lo era hasta cierto punto, mucho más de lo que lo había sido la lucha de los estudiantes franceses o alemanes del 68. También la centralidad subjetiva del movimiento asambleario de la segunda mitad de los setenta era clásicamente obrerista, y en buena medida por esto fue fácilmente recuperable por los partidos y sindicatos que rápidamente se vendieron, como sus homónimos habían hecho en el resto de los países. En el inicio de los ochenta ya estaba más que claro que esas organizaciones no servían para nada; se habían pasado al otro bando y su obrerismo ya no era más que un simulacro. Los sindicatos que permanecían antagonistas y autónomos rápidamente perdieron el atractivo que por un breve tiempo (resucitado fugazmente el fantasma de la guerra civil) tuvieron tras la muerte de Franco. Más que el flujo inminentemente antagonista y creativo de la contracultura lo que llegó fue su remasticación capitalista mediante el espectáculo y el consumo, incluso esto fue así con la “movida” (madrileña y televisiva). De todas maneras, el nuevo ciclo de luchas post-obrerista se materializó en los años ochenta. Los partidos revolucionarios desaparecieron, los sindicatos rebeldes se desinflaron y la innovación movimentística provino continuamente del lado de las políticas autónomas post-obreristas: el movimiento contra la OTAN y el antinuclear hasta el 1986, la insumisión al ejército (hasta el 2000), las marchas contra el paro y la pobreza en los noventa, la okupación desde mediados de los ochenta hasta hoy, el movimiento de los centros sociales que los entienden como nueva territorialidad política, los movimientos “anti”-globalización, las multitudinarias manifestaciones contra la guerra, etc.

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