No debe enseñar pensamientos sino enseñar a pensar; al alumno no hay que transportarle sino dirigirle, si es que tenemos la intención de que en el futuro sea capaz de caminar por sí mismo.
La propia naturaleza de la filosofía requiere tal forma de enseñanza. Pero como la filosofía, efectivamente, sólo es una ocupación para la edad adulta, no es extraño que se presenten dificultades cuando quiere adaptársela a la más inexperta juventud. El estudiante que ha abandonado ya la enseñanza escolar estaba acostumbrado a aprender. En lo sucesivo piensa que va a aprender filosofía, cosa que es desde luego imposible, pues ahora lo que debe es aprender a filosofar. Me explicaré mejor: Toda ciencia que, en sentido propio, puede aprenderse pueden clasificarse de dos maneras: las históricas y las matemáticas. A las primeras pertenecen, además de la historia propiamente dicha, la descripción de la naturaleza, la filología, el derecho positivo, etcétera. Puesto que en todo aquello que es histórico, la propia experiencia o el testimonio ajeno, y en lo que es matemático la evidencia de los conceptos y la seguridad de la demostración constituyen algo que, de hecho, está dado y que, por consiguiente, es disponible y no tiene sino que ser asimilado, es, en consecuencia, posible aprender en ambas, o sea, imprimir, bien en la memoria o en el entendimiento aquello que puede ser propuesto como una disciplina ya acabada. De la misma manera, para aprender también filosofía, tendríamos que tener a mano una tal disciplina. Tendría que haber un libro y poderse escribir: Mirad, aquí está el saber y el conocimiento seguro. Si aprendéis a entenderlo y a retenerlo, y si, en lo sucesivo, edificáis sobre él, seréis filósofos. Hasta tanto no se nos muestre tal libro de filosofía al que pueda remitirme, algo así como el Polibio, para explicar un hecho histórico, o el Euclides para una proposición de la geometría, permítaseme decir que se abusa de la confianza de la gente, cuando en lugar de ampliar la capacidad de entendimiento de la juventud que se ha puesto en nuestras manos y formarla para que en el futuro pueda madurar la propia inteligencia, se la embauca en una filosofía clausurada y completa que ha sido elucubrada por ellos y por otros. De aquí surge un espejismo de ciencia, que vale como una moneda verdadera sólo en determinado lugar y entre determinadas gentes; pero que está devaluada en todas partes. El auténtico método de enseñanza es estético, como algunos antiguos le llamaban (de zetéin), o sea, investigador, y sólo en una razón ya experimentada se hace, en algunos dominios, dogmática, es decir, decisoria. También el autor filosófico, que se pone de libro de texto, debe considerársele no como el modelo de juicio, sino sólo como ocasión para juzgar sobre él o, incluso, contra él. El método de saber pensar por sí mismo y de saber sacar conclusiones, es aquel cuya posesión busca en realidad el alumno. Sólo a él, pues, le puede ser útil, y los conocimientos positivos que ha ido adquiriendo deben ser considerados como consecuencias casuales, para cuyo espléndido florecimiento sólo tiene que plantar en sí mismo las más fértiles raíces.
Si se compara con esto el procedimiento vulgar, tan diferente por otra parte, es posible entender muchas cosas que de otra manera nos parecen extrañas. Así, por ejemplo, uno se pregunta por qué no hay una especie de erudición, o “saber” de la artesanía en donde, por cierto, tantos maestros pueden encontrarse como en la filosofía, y puesto que muchos de aquellos que han aprendido historia, derecho, matemáticas, etcétera, se dicen a sí mismos que, con todo, no han aprendido todavía bastante como para, a su vez, enseñarla, nos preguntamos también por qué raras veces hay alguien que no se haga seriamente a la idea de que además de sus ocupaciones corrientes, podría muy bien dar clases de lógica o moral y cosas por el estilo, si es que se le ocurriera ocuparse de tales menudencias. La causa es que en aquellas ciencias existe una especie de medida común, pero en éstas cada uno tiene la suya propia. Al mismo tiempo, se verá claramente que no es natural en filosofía convertirse en una especie de arte de ganarse el pan, porque esto contradice su más íntima naturaleza, acomodándose a la manía de la demanda y a las leyes de la moda. Sólo la necesidad, cuyo poder es todavía superior a la filosofía, puede obligarla a doblegarse a esa forma que le impone el aplauso vulgar.
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