La instancia lingüística que infunde asimetría entre la significancia y el significado, en vista de su naturaleza puramente idiomática, parece una clara concesión a un formalismo dualista que se rebela inoperante en el uso que los hablantes hacen del lenguaje. En efecto, las exigencias del contexto lingüístico permiten escindir un solo concepto en multitudinaria significación: el significado sería el rigor referencial útil para hacer de cualquier lenguaje, más que un sistema comunicativo, una cábala matemática que expresara la objetividad sancionada por el significado. Pero todo lenguaje es afectivo y, por lo tanto, defectible, nunca aritmético o indefectible, que es precisamente lo que promete el dualismo del significado. Sta afectividad del lenguaje confiere la problematicidad de la significación, que, lejos de ser un mero cálculo aritmético, supone y comporta la disponibilidad de la confusión que se deduce de la riqueza de la significación.
Platón obliga a la contienda entre los dos representantes extremos de las posturas lingüísticas, es decir, el relativismo y el legismo encarnadas en las figuras de, respectivamente, Crátilo y Hermógenes (significa “inventor de la palabra”). Hermógenes se hace acreedor del verbo como resonancia en la cabalística hebraica: nombres que significan la nominación de los objetos por un nominador que conoce el sustantivo que guarda mejor armonía fonética con la naturaleza del objeto nombrado. De tal forma que nombrar objetos, desde la postura del legismo, equivale tanto como a conjurarlos en el diálogo: la naturaleza del verbo guarda perfecta equivalencia con el carácter de la sustancia que es iniciada por aquel.
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