Nuestra existencia ha estado ligada al moviendo del tiempo medido desde el nacimiento del capitalismo, es decir, desde el nacimiento de la enfermedad. Los movimientos históricos de destrucción radical de lo existente se proclamaban utópicos como modo de suspender la medición de lo temporal. La utopía ha sido siempre compañera inseparable de los revolucionarios, porque ella pone en suspenso lo implacable, lo detestable de lo que es medible en lo social.
Cualquier chispa es buena para que la conciencia de lo absurdo renazca en nuestras cabezas. Ese paso que nos separa del giro radical está sólo a tiro de piedra, y se esconderá tras el más pequeño acto de la vida cotidiana. Porque todo es vida cotidiana…
Los que se han llamado grandes revolucionarios han ignorado la productividad del momento, relegando lo básico de la felicidad humana a los momentos de acuerdo entre seres que, de entrada, viven en mundos diferentes. Los grandes momentos de gloria, que luego serán estudiados como fósiles del pasado, es decir, como mitología, son el resultado de las palabras grandilocuentes que usan demasiado la palabra “sacrificio”.
Hay que decirlo claro: ninguna revolución será posible sin que cada individuo encuentre aquello que busca, sin que llegue a realizarse en lo más profundo de su simplicidad, o por lo menos, en alguna de las caras de la simplicidad. Cualquier acto heroico parece que ya cuenta con momentos de realizaciones previas. Siempre los discursos ante las masas han sido pronunciados demasiado rápido…
Hubo una vez en que parecía que el alimento, el refugio, la dignidad eran las únicas causas de lucha. Desgraciadamente para algunos, lo sigue siendo. Lo sigue siendo para la mayoría. Pero parece que nadie ha podido pensar que el problema es el lenguaje mismo, lo vago que nos resulta usar las palabras: son recipientes muy grandes, que siempre albergan alimentos diferentes. Hablar un mismo idioma no es garantía de acuerdo, porque no hay idiomas, sino personas que usan esos idiomas.
Los momentos de lucidez racional se mezclan con aquellos en los que seguir cualquier regla se nos antoja ir demasiado lejos de nosotros mismos, de no ser fieles a algo así como una naturaleza que podemos considerar como nuestra. Pero sólo una pregunta: ¿Quién dijo que hubiera una diferencia entre lo que es razón y lo que no? A veces las preguntas son ya grandes respuestas: por lo menos dejan más espacio a la imaginación.
Suena extraña la palabra revolución en nuestras bocas radicalmente modernas, después de que la historia, o las historias, hayan parecido demostrar que ser revolucionario es algo del pasado, que fue sólo un momento del devenir histórico que ahora ha muerto. Ellos sí que están muertos…
Si el pesimismo es revolucionario, es porque sólo desde el principio podemos construirnos a nosotros mismos. Bakunin tenía razón al destruir todo para abraza la nada, porque sólo desde la nada es posible llegar a todo (reivindicación de Hegel).
La nueva época, una más de tantas, parece querer intentar formar nuevos ídolos, nuevos gurús del futuro, nuevos médicos de lo enfermo. No hay que alarmarse por ello: los niños necesitan con qué jugar.
Parece que no es lícito ser pesimista, proclamar que nada es posible. El socialismo, los movimientos de liberación, del tipo que sean, huyen del pesimismo. Con razón. Pero nadie dijo que nuestra voluntad sea de hierro.
No queremos que nada esté claro, porque nada lo está. A cada instante, parece que todo es posible, incluso nuestra conversión en la normalidad, que es la garantía de cordura. Y, en verdad, el movimiento de lo humano parece que lo confirma. Nuestro ánimo fluctúa con el devenir de cada pequeño instante, con cada acontecimiento de lo que se llama “vida privada”, que no es más que un modo de llamar a nuestra cotidianeidad.
Pensarnos a nosotros mismos como seres cotidianos nos descarga de la grandiosa responsabilidad de sentirnos héroes, de tener que afrontar la decisión de si vale la pena volarnos por los aires por una esperanza suprema. Todavía no tenemos claro si es revolucionario el tener fe o no, en cualquier cosa… Quien quiera tenernos como vanguardia revolucionaria, se equivoca de lugar. En un ejercicio de coherencia, nos sabemos limitados, no por nuestra falta de radicalidad, sino por nuestra excesiva sinceridad. Aquellos que se dicen profundamente comprometidos, los que parecen más revolucionarios que nadie, son los primeros que no se pueden distinguir de aquellos a quienes parecen odiar, los que se ocultan en la masa, e intentan salir de ella sin enfrentarse a sí mismos, creyéndose dueños de la vanguardia, cambiando el mundo con textos, sólo con textos. El elemento doloroso ha de estar presente en todo cambio radical, ¿ o es que no quieren cambios radicales?.
La simpleza de cabeza es un rasgo generalizado, incluso en nosotros mismos. Siguiendo esto, o dejando de seguirlo, proclamamos una fórmula que nos permite dormir, que nos permite no creernos los nuevos apóstoles de la enésima justificación de lo existente, aún cuando tenga el adjetivo estéticamente atractivo de “revolucionaria”: el nihilismo es la libertad. Más allá o más acá de aquí, todo nos parece que tiene derecho a la vida, en cuanto que aspiramos a la reconciliación ingenua del todo. Así de ingenuos somos. Tal vez, sólo seamos otros intelectuales venidos al bando del aburrimiento espectacular que han leído demasiado y quieren una vida llena de aventuras.
Podríamos escribir miles de textos revolucionarios: a algunos parece que les salen de modo automático: es la libertad de lo falso revolucionario la que dicta las palabras, los nuevos usos que son necesarios para pasar por revolucionario.
Nuestro respeto se sitúa entre dos polos radicales: aquellos que no tienen nada que llevarse a la boca, que luchan por la legítima inclusión dentro del pastel del capitalismo, ya que la supervivencia nos empuja a rebajar la dignidad que ningún ser humano se debería ver obligada a rebajar, y la de aquellos que, teniéndolo razonablemente todo, aspiran a que ese posesión de la vida individual sea absoluta, infinita. Es decir, o supervivencia o utopía. Entre medio, sólo existe la gestación del espectáculo, de lo existente, que es legítima, no cabe duda, siempre que no quiera pasar por la vanguardia de lo revolucionario.
Lo decimos alto y claro: no habrá transformación del mundo a través de la expresión artística. Por eso, no cuidamos las formas, nuestros textos, la estética de nuestras actividades: aquellos que sí lo hacen, no hacen más que perderse en el camino de lo que no es importante.
No decimos a nadie lo que es revolucionario o lo que no: no tenemos ninguna intención de ser maestros de nada ni de nada. Nuestra acción es un modo de explicación profunda de nosotros mismos, explicación que es siempre y en todo momento un paso necesario para nuestra transformación. Si organizar a las masas es difícil, nosotros intentamos organizarnos a nosotros mismos, en nuestras cabezas, en nuestra sinceridad, en nuestro rechazo a las visiones grandilocuentes, en nuestro asco a aquello que, sencillamente, nos produce asco. Empezamos por lo simple hasta llegar a lo estructurado. Y no tenemos la intención de parar en el camino. El resto, que haga lo que quiera…
Reivindicamos muchas cosas para nosotros, pero ninguna de ellas es el reconocimiento público. NO nos interesa nada que la gente sepa quienes somos: eso se lo dejamos para aquellos que tienen voluntad de gurús de lo revolucionario, de artistas, malos artistas en nuestra desinformada opinión, venidos a teóricos de lo social. Es su asqueroso sentimiento burgués de culpa el que hace que crean que con la reclusión en lo estético es posible cambiar algo verdaderamente importante.
Estamos sembrados de dudas, de contradicciones: si a alguien les pueden servir nuestras dudas, entonces el germen de nuestra evolución habrá comenzado. Detestamos la figura del intelectual, por ser una figura autoritaria, venida de la luz de la razón, a decirnos al resto lo que existe en la esfera de las ideas. Ante eso, volvemos a reclamar lo sencillo, lo espontáneo. Porque fue justo lo más primordial del ser humano lo que fue destruido con la aparición del capitalismo, y lo que parece que aquellos revolucionarios con voluntad de mártires han olvidado de modo sistemático. Los Lenin, los Che Guevara, Los Trosky, los Debord, los Marx, los Bakunin, han tenido todos una cierta vocación de pasar a la historia: aunque han sabido dirigir a ciertas masas en ciertos momentos, han sido éstas las que han movido fundamentalmente los hilos de lo cotidiano. El resto, es fruto de la mala conciencia del burgués que quiere convertirse en el adalid de lo justo encima de su podrida montaña de conformidad.
Pocos ha habido que hayan empezado la revolución enfrentándose contra sí mismos, empezando por ser conscientes de su propio momento absurdo, de su hipocresía cuando hablan de opresión mientras que disfrutan de sus lujos burgueses. Que a nadie le quepa duda de que todavía existe el burgués: se confronta muy fácilmente con aquellos que no tienen nombre, que simplemente son, que no tienen nada de esperanza, que sus vidas no valen nada ni siquiera para ellos mismos: los revolucionarios de pacotilla parecen olvidar al resto de modo intencionado.
Alguien podrá pensar que somos seres conservadores: es lo repugnante del dogmatismo burgués pensar que ellos nunca tienen culpa de nada, y que es el resto quien tiene la culpa… Estamos más a la izquierda que cualquier grupo extremista que se diga de izquierda. Miramos hacia delante, y no hacia atrás. Pero sabemos que en el camino de mirar hacia delante, hay mucha gente que nos estorba.
Pero que nadie tenga miedo: somos demasiado cobardes como para abrazar la lucha armada. No somos héroes ni mártires; no jugamos a las etiquetas: simplemente somos. Sentimos no entrar en el juego de los grupos de izquierda que intentan ser más revolucionaros que nadie. NO queremos demostrar nada a nadie. Si nos hacemos visible es porque sabemos que no estamos solos, y porque la perspectiva de una revolución en la que la gente vaya a la lucha con una sonrisa en los labios, nos produce placer, mucho placer…
Si alguien nos quiere tildar de locos que nos haga: no nos interesan las etiquetas, las descalificaciones. Les damos la razón por adelantado. Lo que nos interesa en la emancipación radical de lo humano en toda su complejidad, sin dar la espalda absolutamente a nada. Toda revolución habrá de ser radical, sin concesiones de ningún tipo. Es éste nuestro compromiso revolucionario.
EL DESEO SERÁ SALVAJE O NO SERÁ.
GRUPO INTERNACIONAL INTERMITENTE DE INVESTIGACIONES DADAÍSTAS.
Noviembre del 2006
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