En un ejercicio de radical desobediencia, de pericia revolucionaria, Kirilov se mata. Es decir, se esconde en una habitación de las más oscuras para, agazapado en un rincón, descargar su revolver contra sí mismo. Ya nadie puede pararlo. Pero antes de consumar su tragedia en este último acto despiadado el ingeniero Alexey Nylich, tras incontables noches de estudio por un insomnio sistémico insobornable, se ha procurado ya el diagnóstico definitivo: «Me mataré para afirmar mi insubordinación, mi nueva y terrible libertad.» Y después: «Las leyes de la naturaleza hicieron vivir a Cristo en medio de la mentira y morir por una mentira.», puesto que «si Dios no existe, yo soy Dios.», lo que significa: afirmar hasta las últimas consecuencias su independencia, privilegio sólo accesible para aquellos que, como él, han descubierto que si Dios no existe (o cualquier autoridad que justifique su poder ilegítimo sobre los hombres en base a postulados de igual manera metafísicos) todo depende de nosotros. En el ensayo “El hombre absurdo”, y más concretamente en el capítulo dedicado a Kirilov, dice Camus: «Convertirse en dios es solamente ser libre en esta tierra, no servir a un ser inmortal. Es sobre todo, por supuesto, sacar todas las consecuencias de esta dolorosa independencia.» Pero, ¿a qué el suicidio?, es decir, ¿por qué no sencillamente matar a Dios para después disfrutar de los tesoros que el retroceder del desierto ha dejado a la vista?
En un artículo aquí publicado por C. -“Tesis actuales y provisionales de la vida cotidiana dadaísta- se decía: «El elemento doloroso ha de estar presente en todo cambio radical», para más tarde continuar «lo que nos interesa es la emancipación radical de lo humano en toda su complejidad». En el mencionado texto es elogiable el análisis que C. lleva a cabo sobre la decadencia de la que en estos últimos tiempos el término “revolucionario” hace gala, decadencia que a mi entender radica precisamente en su simplificación, quiero decir, en la extirpación de aquel elemento doloroso. Porque la premisa irreductible de todo acto revolucionario es que la primera batalla se desarrolle siempre en el propio pecho. Y esto lo decimos de Kirilov, consciente en todo momento de la desdicha que supone el verse ya obligado, en cualquier caso, a afirmar su absoluta libertad. Habíamos dejado sin embargo una pregunta aún abierta en el final del párrafo anterior, cuestión en la que se decide lo absurdo o no del suicidio kiriloviano y que ahora deseo relacionar con la segunda tesis que he extraído del comentario de C., la cual más arriba puede leerse y que, recordemos, dice: «lo que nos interesa es la emancipación radical de lo humano en toda su complejidad». Pues bien, Kirilov trasciende los límites de su propia liberación individual y busca con su acto despiadado hacia sí mismo el camino hacia la emancipación radical de lo humano en general, tratando para ello de ilustrar a los hombres sobre la necedad que supone pensar la vida eterna como una posibilidad que pueda darse en cualquier otro mundo que no sea éste. La muerte forma parte de su fórmula pedagógica en la medida que con su suicidio demuestra que no hay más voluntad que la humana, al matarse por una idea sin futuro (pues él no lo verá) muestra la incalculable capacidad liberadora de la voluntad en conjunción con la conciencia de lo absurdo. La máxima expresión de la libertad es matarse significa que hemos hecho trizas los yugos de antaño, que ya no tememos más. «Si sientes eso, eres un zar y, lejos de matarte, vivirás en el colmo de la gloria», dice Kirilov; pero lamentablemente, los hombres no saben eso. Si en cambio todos comprendieran la lógica absurda del “todo está permitido”, lógica en la que evidentemente se inscribe su suicidio, la tierra se llenaría de zares, dice. Cada uno su propio zar, tal vez la suprema tesis revolucionaria.
3 comentarios:
Me parece genial este post, así como Kirilov y la filosofía del absurdo
te agradezco y sigue con el esfuerzo.
Che, no entendí nada.
buenísimo.
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